La vida consagrada es la dedicación total a Dios como a su amor supremo. Es la entrega, por un nuevo y peculiar título, a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo. Es la dedicación al servicio del Reino de Dios mediante la perfección de la caridad y a ser signo preclaro de la gloria celestial. Y todo esto vivido mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia.
El don de la consagración lo ha recibido la Iglesia de Cristo, su Cabeza, para, a aquellos elegidos para seguirle hasta el final, configurarlos con Él de un modo tan pleno que su vida sea un grito de ¡¡Sólo Dios!! No hay nada más grande, ni más sublime, ni más trascendente, ni más necesario, ni mejor. Todos lo poseeremos un día en la eternidad, pero los consagrados adelantan esta vida de cielo para vivir ya aquí sólo y exclusivamente para Dios.
Y Jesús sigue llamando… No tengáis miedo, que es el Amor Infinito el que sale a vuestro encuentro. Con sinceridad, con pureza de corazón, con generosidad miradle a sus ojos, por los que destella la Verdad que consagra en ella a los que Él llama y lo siguen.