Dios puso al hombre en un paraíso para que viviera feliz en amistad con Él, lleno de sus dones y de su luz. Pero, como hemos oído en la primera lectura, Eva, la mujer, junto con Adam, el hombre, dijeron a Dios que «no».
Cuando Dios decide enviar a su Hijo para salvarnos, quiere que sea colocado en un paraíso. Él es verdadero Dios y verdadero hombre. Y para Él decide crear su propio paraíso limpio de todo pecado, digna morada de su Hijo. Por eso, decide crear a la Virgen María sin pecado original desde el momento de su propia concepción: la nueva Eva que, con el nuevo Adán, dirá a Dios un «sí» grande y definitivo. Pero para poder hacer esto, Dios tiene que obrar una verdadera maravilla: coge la sangre de Cristo que iba a ser derramada unos años más tarde, coge esa redención, y la derrama sobre la Virgen en el mismo momento en que la crea, de modo que esa herencia que todos recibimos de nuestros padres, que es el pecado original, no llega a tocar el alma de María. Por eso decimos que ella es preservada del pecado original, concebida sin mancha. María es el paraíso donde Dios puede enviar a su Hijo. Pero no solo tiene ausencia de pecado, sino que esto hace que esté llena de Dios, «llena de gracia» la llama el ángel en el momento de la Encarnación que acabamos de oír en el Evangelio. «Llena de gracia» que es lo mismo que decir llena de Dios, llena de su sabiduría, de su luz, de su amor. María tenía todas las gracias posibles porque iba a ser Madre de Dios.
También nosotros estamos llamados a ser un pequeño paraíso en nuestra medida dónde Dios descanse. Él vino a nuestra alma el día del bautismo, día en que Dios aplicó sobre nosotros la redención de Cristo, nos perdonó el pecado original e hizo de nuestra alma su digna morada. ¡Él ya ha hecho que tu alma sea un paraíso! Ahora te toca a ti mantenerte en gracia de Dios y ser consciente de ello.
Alegrémonos de esta obra de arte que Dios hizo con nuestra madre. Pidámosle a ella hoy que siempre tengamos un corazón puro. Y pidamos también por España a ella, nuestra patrona, la Virgen Inmaculada, que tantas veces ha ayudado a nuestros antepasados. Que nos ayude ahora nosotros y aplaste también hoy la cabeza de la serpiente, el diablo, que quiere separarnos de Dios. Digamos con María y como María: «He aquí el esclavo, he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».