Cuando llevamos ya unos años con el mismo móvil, empezamos a pensar que es muy viejo y que tenemos que cambiarlo. Lo mismo nos pasa con muchas cosas que utilizamos: la ropa, el coche… Y no digamos si hablamos de las leyes: continuamente están cambiando, y a veces contradiciéndose entre sí.
El salmo de hoy dice: “La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma… El temor del Señor es puro y eternamente estable”. Dios es perfecto y ya no puede mejorar más. Y Él ha querido dejarnos escrita una ley eterna, es decir, que nunca termina y que nos lleva a la vida eterna: son los diez mandamientos, que hemos escuchado en la primera lectura. Nunca pasan, valen para todos los hombres de cualquier época y de cualquier lugar, a pesar de tener ¡3.300 años!
Y no solo nos los ha dado de forma externa, sino que también los ha grabado en nuestro corazón como con un sello. Así, en nuestro interior, cuando hacemos el bien, nos damos cuenta de que es algo correcto y sentimos paz. Por el contrario, cuando hacemos el mal, sentimos desasosiego y sabemos que se trata de algo malo. Este capacidad de diferenciar el bien del mal en nosotros mismos es lo que llamamos la conciencia. Y la conciencia plenamente con los diez mandamientos.
Sin embargo, nuestra conciencia puede deformarse, puede dejar de tener claro lo que es bueno y lo que es malo: bien por falta de luz, bien por influencias de los demás, bien porque hemos dejado que el mal se instale en nosotros.
Precisamente de esto es de lo que nos habla el Evangelio de hoy. Jesús expulsa a los mercaderes del templo, les vuelca las mesas, les esparce las monedas… Ellos no solo estaban incumpliendo lo que Dios quería, sino que lo hacían de forma estable, se habían instalado en el templo, lo habían convertido en una “cueva de ladrones”. Nuestra Madre la Iglesia nos pide hoy que miremos en nuestro interior, en nuestra conciencia, en ese templo de Dios que es nuestra alma, para ver si hay pecados que se han instalado, y que por tanto ya no identificamos como acciones malas, impidiendo así de forma permanente que Dios descanse a gusto en nuestro corazón.
Es como hacer una limpieza general de nuestra alma, un examen profundo de nuestra conciencia. Es muy propio de este tiempo de Cuaresma. Para hacerlo, te invito a que utilices los diez mandamientos: Léelos despacio tú solo o en familia, piensa en cada uno de ellos, y pregúntate con sinceridad: ¿Lo entiendo plenamente? ¿Lo acepto sin reservas? ¿Lo intento cumplir?
Si, al leer los mandamientos, nos damos cuenta de que no entendemos bien algo, no pasa nada; vayamos al catecismo o preguntemos a un sacerdote, una persona consagrada, un catequista…
Dejemos que Dios ilumine nuestra conciencia a través de los diez mandamientos y de las enseñanzas morales de la Iglesia. Y pidámosle su ayuda divina para ponernos en camino y realizar el bien. Así, Él descansará en nuestro templo interior, y nosotros viviremos llenos de paz, y nos prepararemos para el gran misterio de la Pascua. María, arca de la alianza, ruega por nosotros.