No hay momento más importante en toda la historia que el de la Encarnación. En Él, encontramos a Cristo como centro, como unión de Dios con todos los hombres. Encontramos también a María como templo purísimo, como Virgen y Madre. Después de ellos, encontramos a san José como depositario de las promesas hechas a los padres del Antiguo Testamento y como protector de los mayores tesoros: Jesús y María. De esta cercanía con el misterio más grande vivido en el tiempo, deriva la importancia del que hizo las veces de padre de Jesús y su proclamación como patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870.
Durante todo este año hasta el día de la Inmaculada, el Papa nos invita a que meditemos la figura de S. José y a que recurramos a él como intercesor poderoso. Como gracia especial, la Iglesia nos concede poder ganar la indulgencia plenaria –además de cumpliendo las condiciones habituales– muy fácilmente; aprovechemos esta ocasión para nosotros y para nuestros hermanos difuntos.
Hoy, la Liturgia nos presenta a S. José para que nos fijemos en la obra que Dios hizo en Él y en su respuesta. De su figura, me gustaría subrayar tres cosas:
La responsabilidad: S. José es el hombre fuerte de la responsabilidad. ¿Qué puede requerir mayor respuesta que recibir el encargo de cuidar de Jesús y de María? ¿Y cómo se sentiría él pequeño ante la dimensión extraordinaria del resto de miembros de la Sagrada Familia? Pero el peso de la tarea no lo paralizó; al contrario, él supo ocupar su lugar de cabeza de familia: Organizó el viaje a Belén para empadronarse, puso el nombre a Jesús, huyó a Egipto y volvió de allí. Para Dios, el más importante no es el que manda, sino el que realiza bien su labor dentro de su plan de salvación. A S. José le tocó liderar a la Sagrada Familia, y lo hizo bien, con sencillez, eficacia, valentía y sin buscarse egoístamente. Los que sois padres hoy tenéis la gran responsabilidad de ser cabeza de familia en un ambiente adverso. Pedid a san José que sepáis actuar con responsabilidad no buscando vuestro propio beneficio inmediato, sino lo que Dios quiere para vuestra familia, que es siempre lo mejor.
La fe: ¿Y dónde se sustentaba esa responsabilidad? En la fe. San José es el que recoge la promesa hecha a los patriarcas del Antiguo Testamento de que su descendencia reinaría para siempre. Cuando descubre la voluntad de Dios, se fía de Él y la pone por obra inmediatamente, sin titubear. Y eso que su tarea no fue nada fácil: piensa en las dificultades que se le presentaron. En todo momento, su mirada estaba puesta en lo alto, atento a lo que Dios quería. ¿Te imaginas cómo miraría san José a Jesús, con qué ternura, con qué amor, con qué complicidad, con qué agradecimiento? ¿Y cómo miraría Jesús a José? Intentemos imitar también esa mirada.
El día a día: De san José no conocemos milagros, ni grandes escritos, ni palabra alguna. Su santidad se fraguó en el silencio, en la sombra, en el día a día. Ese día a día del que nosotros a veces queremos huir, pensando: “Ojalá llegue el fin de semana”. Y como no nos llena, pensamos: “Ojalá lleguen las vacaciones”. Y luego: “Ojalá llegue la jubilación”… Y así nos podemos pasar la vida esperando algo que nunca llega. En cada uno de los días de tu vida, tienes a tu lado a Jesús y a María, igual que S. José. Búscalos, que el que los busca, los encuentra.
Pidamos, finalmente, a S. José por nosotros, por nuestras familias, por los padres. Pidamos también por toda la Iglesia, que necesita mucho de nuestra oración: que san Jose la proteja del mal, y que todos sus miembros nos dejemos iluminar por Dios y cumplamos siempre su voluntad.