Homilía: Conmemoración de todos los fieles difuntos

Hoy estamos celebrando el día de la Iglesia purgante. Es un día para ejercer especialmente y en comunión esa obra de caridad que es orar por los difuntos. Ayer nos alegrábamos por nuestros hermanos que ya han llegado a la eternidad. Hoy vamos a pedir por aquellos que están en el purgatorio.

Dios es tan bueno, que da una segunda oportunidad a aquellos que no lo a Él han amado sobre todas las cosas ni al prójimo como a sí mismos. Podría haber dicho: «Yo os he salvado y os he dejado en la Iglesia todos los medios para que lleguéis al cielo. El que quiera aprovecharlos, que lo haga; el que no, se condenará». Y sería justo. Pero aún nos da otra oportunidad: la de purgar nuestra falta de amor hasta ser dignos de entrar en la eternidad.

¿Y qué pasa en el purgatorio? Que se sufre mucho. Primero porque, en la luz de Dios, vemos todo lo que Él nos ha amado y ha hecho por nosotros y lo mal que le hemos respondido… ¡le hemos defraudado cambiando la verdadera felicidad por tierra y basura…! Segundo porque, en esa misma luz divina, conoceremos la Vida que el Señor nos ha preparado, y esta nos atraerá irresistiblemente. Pero, como aún no podremos entrar a poseerla, esa tensión supondrá un sufrimiento indescriptible.

¿Y quiénes van al purgatorio? Aquellos que, aunque mueran en amistad con Dios, en gracia de Dios, no tienen el alma totalmente libre de pecados veniales o de torceduras, porque un alma manchada no puede entrar en el cielo.

Y aquí permíteme un inciso: cuando pecamos, suceden dos cosas: la primera es que ofendemos a Dios –es lo que llamamos la «culpa»–; la segunda es que torcemos nuestra alma hacia el mal –es lo que conocemos por la «pena»–. La culpa de cualquier pecado es borrada del todo en la confesión. La pena, en cambio, se elimina con la penitencia. Por eso el sacerdote, al final de la confesión, te manda la penitencia, que en ese caso es obligatoria. Y por eso la penitencia es tan importante en la vida del cristiano: hacer sacrificios ofrecer a Dios nuestra cruz cotidiana, orar, ejercer obras de caridad…  Si, por cada pecado, nuestra alma se estropea, imagina cómo estará si tenemos en cuenta todos los pecados de nuestra vida… Y por tanto, cuánto necesitamos de la penitencia para enderezar nuestra alma. Un alma torcida tampoco puede entrar en el cielo. Y aquí entra otro regalo precioso que nos ofrece la Iglesia: la indulgencia plenaria, que es una gracia capaz de eliminar, de un plumazo, toda la pena acumulada. Aprovechemos este don, que podemos ganar tantas veces cumpliendo las debidas condiciones, para nosotros y especialmente en estos días para los difuntos.

Ofrezcamos Misas, oremos, hagamos penitencia, ganemos indulgencias por nuestros hermanos del purgatorio. Cuánto nos gustaría que lo hicieran por nosotros si estuviéramos allí… Y espabilémonos, que solo tenemos una vida, y esta se pasa volando. Dios quiere que no tengamos que pasar por el purgatorio. Aprovechemos tantos y tantos medios que Él mismo ha dejado en su Iglesia. Pidamos a María que nos enseñe a vivir ya aquí de eternidad para que, cuando nos llegue el momento de presentarnos ante su juicio, se nos abran de par en par las puertas del Reino de los Cielos.