Homilía: 5º Domingo del Tiempo Ordinario

Jesús recorría todas las aldeas de Galilea predicando, curando y expulsando los demonios. Es decir, Él va diciendo y obrando el bien. Y, allí donde llega el bien, desaparece el mal: mal físico, mal psicológico, mal espiritual. Por eso hemos respondido en el salmo de hoy que “el Señor sana los corazones destrozados”. Él es el Bien.

Por el contrario, el mal –aunque nunca lo entenderemos completamente por constituir también un misterio– es la ausencia de bien, la ausencia de Dios. En la primera lectura, vemos a Job verdaderamente destrozado: su vida se pasa sin sentido, y él no duerme, no tiene esperanza. Hoy, hay mucha gente viviendo situaciones como esta. Quizá tú estés en un momento así, o conoces a alguien cercano que está probando el sabor amargo del mal que amenaza con arrebatarnos la esperanza. Siempre, pero especialmente en los momentos en que veamos que el mal nos gana terreno, pongamos más énfasis en aquello que nos une más directamente a Dios. Él quiere entrar en tu vida para llenarla de bien, ¡déjalo entrar!

Pero, ¿cómo dejar entrar a Dios? Mira, la misma misión que tenía Jesús, él la realizó usando como medio su propia humanidad: hablaba, hacía milagros, curaba, oraba… Y esa misma misión, la realiza hoy por medio de la Iglesia: ella anuncia y realiza eficazmente el bien, porque posee en su seno a Dios como riqueza, y tiene el poder de unirnos al mismo Dios llenando nuestras vidas del bien. Por tanto, si tú hoy quieres dejar entrar a Dios en tu vida, aprovecha los medios que la Iglesia te ofrece, especialmente la Eucaristía, la confesión y la oración. Y evita aquello que te separa de Él, o sea, aquello que la Iglesia señala como pecado.

Si dejas que Dios te llene, sentirás en ti, además, ese impulso que S. Pablo sintió formidablemente: el impulso misionero de lleva el Bien a todos los hombres. Dios llama a algunas personas para que dediquen su vida entera a estar con Él e ir a predicar: son los consagrados a Dios, cuya fiesta celebramos el pasado 2 de febrero. Pidamos para que el Señor envíe obreros a su mies, para que llame si quiere a los niños y jóvenes de nuestras familias, porque no hay nada más hermoso que vivir solo para Dios.

Mas no solo los consagrados están llamados a participar de esta misión evangelizadora de la Iglesia; todos nosotros, por ser bautizados, estamos invitados a difundir el bien. Estamos en unos momentos en los que hay mucha gente necesitada de una palabra de esperanza, y a lo mejor tú eres el único capaz de hacérsela llegar; no dejes de hacerlo. ¿Quién sabe el fruto que el Señor quiere hacer germinar mediante esa pequeña semilla que tú puedas sembrar? Y, sobre todo, seamos misioneros llegando a todas partes e incluso a todos los tiempos con nuestra oración. Hoy hemos visto a Jesús en el Evangelio retirarse para orar. Oremos cada día, busquemos ratos para estar ante el Señor en la Eucaristía. Y, cuando lo hagamos, pidamos por todos los hombres, para que a todos les llegue ese bien que Dios quiere derramar en ellos mediante nuestra intercesión.

María, mediadora de todas las gracias, danos a tu Hijo, el Bien infinito encarnado, para que sane los corazones destrozados de todos nuestros hermanos.