En tiempos de Moisés, los israelitas, reunidos al pie del monte Horeb envuelto en relámpagos, truenos y humo, tuvieron miedo, y pidieron un hombre que les hablase en nombre de aquel Dios grande y terrible. Entonces, el mismo Dios les prometió un profeta, y dijo: “Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande”.
Ese Profeta es Jesús, que es un hombre del Pueblo elegido pero que, al mismo tiempo, es el Hijo de Dios. Por eso tiene esa autoridad especial que dejaba estupefactos a todos lo que lo escuchaban. Una autoridad que no consiste en ser autoritario o “mandón”, cosa que a ninguno nos gusta, sino en imponerse por sí misma. ¿No nos pasa a menudo que, cuando entendemos algo, lo aceptamos sin poner resistencia, aunque suponga hacer cambios en nuestra vida? La verdadera autoridad se impone porque está fundada en la verdad.
Y, al mismo tiempo que tiene esa autoridad, Jesús tiene el poder de expulsar a los espíritus inmundos. Hay una cosa que nos pasa a veces, especialmente cuando nos convertimos a Dios después de un período de alejamiento de Él, y es que, cuanto más nos acercamos a la luz del Señor, más se nota el mal, más sobresalen nuestros pecados, nuestras imperfecciones, nuestros límites. Y, entonces, a veces nos da miedo. Como le pasó al pueblo de Israel cuando se acercó a Dios en el monte Horeb: tuvo miedo. Como pasó en la sinagoga de Cafarnaúm: los espíritus inmundos empezaron a hacerse notar.
Dios nos habla hoy a través de la Iglesia, donde Jesús se ha quedado. De ahí que, cuando la Iglesia habla como tal, no se trata de una opinión más; es Jesús con su autoridad quien habla, quien ilumina toda la realidad, y quien a veces, por tanto, deja al descubierto pecados o injusticias.
¿Y qué nos pide hoy a nosotros el Señor? Él quiere que escuchemos a ese Profeta y más que Profeta, Jesús, y aceptemos sus palabras, su autoridad, su verdad con confianza. Ahí está la clave: con confianza. Acercarnos a Dios y escuchar a Jesús, no tiene que darnos miedo; al revés, tiene que darnos optimismo, alegría, esperanza. No somos enemigos de Dios, sino sus hijos pequeñitos, amados entrañablemente por Él.
Escuchemos a Jesús, que nos ilumina y, además, nos llama a participar de su misión. Para ello, también nos da cierta capacidad de hablar en nombre de Dios y cierta autoridad, a cada uno según el lugar que ocupa en ese cuerpo que es la Iglesia. La máxima autoridad la tienen los Obispos, luego los sacerdotes, luego los seglares. Además, está, por ejemplo, la autoridad de los padres sobre los hijos o de los superiores sobre sus súbditos. Si queremos que nuestra palabra tenga autoridad sobre los demás, tenemos que parecernos a Jesús, tenemos que ser verdaderos, tenemos que cumplir lo que decimos para que nuestra vida acompañe a nuestra palabra. Entonces, nuestra palabra será capaz de imponerse por sí misma. Entonces, nuestra palabra será luz que ilumine la vida de nuestros hermanos. Que María nos ayude a escuchar a Jesús con confianza y a participar de su hermosa misión.