En este cuarto domingo de Cuaresma del Señor quiere hacernos llegar un mensaje claro: “¡Alégrate!”. El color rosáceo de la casulla del sacerdote, las flores y la mayor solemnidad nos habla de que hoy es un domingo especial de alegría dentro del tiempo penitencial de Cuaresma.
¿Y por qué tenemos que alegrarnos? Porque Dios nos ama. Este es el meollo de toda la liturgia de hoy y, en realidad, de todo el plan de Dios, de toda nuestra vida cristiana, y el origen absolutamente necesario de cualquier conversión. Por eso déjame que te lo diga a ti personalmente con toda la fuerza que tengo: ¡Dios te ama!
Este amor misericordioso inmenso de Dios es la clave para comprender el Evangelio de hoy. En él, Jesús nos cuenta la parábola del hijo pródigo. Pero, ¿quién es el protagonista de la parábola? ¿El hijo pródigo? ¿El otro hijo? El protagonista es el padre que, como reflejo de Dios, es capaz de mirar con amor a la persona, a su hijo, superando la barrera de sus muchos actos injustos. Así, Dios siempre te mira con amor, con compasión, con paciencia… No es que Dios acepte la injusticia o diga: “Bueno, como la mayoría de los hombres hacen esto, voy a cambiar los 10 mandamientos…” De ninguna manera. Dios es la justicia infinita. Pero, al mismo tiempo, Él no se para en la acción, sino que llega al corazón de la persona.
Nosotros, en cambio, somos muchas veces como el hijo menor. Nos dejamos engañar por las promesas de una falsa felicidad que nos promete de forma inmediata el pecado. Si nos dejamos arrastrar por nuestras pasiones, entonces nos alejamos de Dios.
Otras veces, somos el hijo mayor. Pensamos que, como venimos a la parroquia, como somos cristianos, como somos sacerdotes o estamos consagrados a Dios, somos los buenos, los justos, los “fieles”… Y, perdiendo de vista el protagonismo de Dios, caemos en algo muy sutil que es la soberbia. La soberbia trae consigo la ceguera espiritual, la cual nos hace incapaces de ver al otro como lo ve Dios, con amor y compasión, y entonces nos fijamos solo en los actos que realiza. Nos volvemos intransigentes con la injusticia ajena y también con el que la realiza, de forma que lo tachamos, los rechazamos e incluso a veces lo aplastamos…
Leamos esta parábola en la oración tranquila de estos días, y sorprendámonos de lo que el Señor quiere comunicarnos. Y pidamos a María Santísima nos alcance el don del Espíritu Santo, amor de Dios, que queme y purifique nuestra soberbia y nuestras pasiones, que nos dé un corazón puro y humilde, que nos dé una mirada agradecida a Dios y misericordiosa hacia nuestros hermanos. Solo así podremos gustar y ver la alegría que el Señor quiere regalarnos.