Homilía: 2º Domingo del Tiempo Ordinario

Dios llamó a Samuel, aquel niño cuya madre era estéril, pero que había conseguido del Señor le concediera un hijo con sus oraciones insistentes y sencillas. Una vez que el niño se hizo más mayorcito, su madre lo dejó en el templo para que sirviese al Señor. Y allí Dios lo llamó. Samuel aún no conocía al Señor pero, guiado por el sacerdote Elí, en cuanto prestó atención, escuchó su llamada, lo conoció, y ya Dios siempre estuvo con él, hasta convertirlo en un gran profeta de Israel.

Jesús llamó a sus apóstoles. En la preciosa página del Evangelio que hemos escuchado, el mismo S. Juan nos cuenta su llamada. Se acuerda incluso de la hora, porque la llamada de Dios se graba en lo más profundo del corazón. Como le pasó a S. Pedro: nunca olvidaría esa llamada: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas”. Tampoco los discípulos conocían todavía a Jesús pero, guiados por S. Juan Bautista, estuvieron atentos, escucharon la llamada de Jesús, lo conocieron y se quedaron con Él. S. Juan utiliza aquí una palabra muy suya: “permanecer”. De hecho, ellos le preguntan a Jesús: ¿Maestro dónde permaneces, dónde, te quedas dónde vives?. “Venid y veréis”. Ellos fueron, vieron y permanecieron ya siempre con Jesús. Fijaos qué forma más hermosa de describir este proceso de la respuesta a la llamada de Dios: fueron guiados, escucharon, conocieron y permanecieron.

El Señor nos llama también a cada uno de nosotros. Él nos llama porque nos ha creado libres, y quiere que pongamos en juego eso que los ha dado para que le digamos que sí, para que tengamos la dicha de vivir de estar, de permanecer con Él. ¡No hay nada más grande permanecer con el Señor! Pero, para conseguirlo, necesitamos seguir el mismo proceso de Samuel y de los apóstoles:

  1. Dejarnos guiar: Dios utiliza múltiples medios para que nos encontremos con Él. Puede ser nuestros padres, un catequista, un sacerdote o una persona consagrada, un amigo… Pueden ser también las circunstancias de nuestra vida. Puede ser su Palabra, un rato de oración, un retiro… Algo que nos lleve al Señor.
  2. Escuchar su llamada: es poner nuestra atención en Él, hacer silencio, buscarlo en esos medios que nos llevan a Él.
  3. Conocerlo: la escucha de su llamada, el sentir su mirada es una experiencia que cambia nuestra manera de relacionarnos con Dios, porque ya no lo vemos como algo etéreo o extraño a nosotros, sino como alguien real que me ama.
  4. Permanecer: es decidir estar ya siempre con Él, hacer lo que Él nos diga, alegrarse de su compañía. Solo entonces se entiende hasta el fondo la exigencia moral de la que habla S. Pablo en la segunda lectura: el cuerpo no es para la fornicación, no es para la inmoralidad; es templo del Espíritu Santo, es donde Dios permanece con nosotros.

Pidamos a la Virgen que nos ayude a ser como ella y, como Samuel, respondamos a la llamada de Dios: “habla Señor, que tu siervo escucha”.