Homilía: 2º Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

La Divina Misericordia

Hace 20 años, S. Juan Pablo II canonizó a la religiosa polaca Faustina Kowalska e instituyó la fiesta de la Divina Misericordia en este segundo domingo de Pascua. A santa Faustina, el Señor reveló la importancia crucial para nuestras vidas de la misericordia de Dios, que brota del costado abierto de Cristo y que alcanza a todos los hombres, con tal de que confíen en ella.

La misericordia es una realidad preciosa. Es el amor hacia la miseria (misere=miseria; cor-cordis=corazón, amor; ia=hacia).

¿Qué amor? El amor infinito de Dios, con el que Él ama lo bello, lo justo, lo santo, su ser. Y que, puesto en contacto con la miseria, hace surgir un nuevo tipo de amor que Dios no puede ser para sí mismo: el amor a la miseria.

¿Y qué miseria? El pecado y sus consecuencias. Por el pecado, perdemos la riqueza, la vida de Dios. Como consecuencia, nos quedamos con lo contrario de lo que Dios es. La muerte, la enfermedad, la injusticia, las guerras, el hambre, y lo que es peor, la condenación eterna.

Pero mirad qué bueno es Dios que, en el mismo momento del pecado original, anuncia el derramamiento de su misericordia al decirle al diablo: «la mujer… te aplastará la cabeza». En el mismo momento de la caída del hombre y la creación inanimada en la más absoluta de las miserias, el Padre decide enviar al mundo a su Hijo movido a misericordia por el amor del Espíritu Santo.

Esta misericordia encarnada, que es Jesucristo, viene a comprendernos y a redimirnos. No solo es una misericordia del sentimiento, sino que es eficaz. Y además, lo es en dos sentidos: primero, repara la santidad de Dios diciéndole que sí en nombre de toda la humanidad; y segundo, nos redime, nos purifica, nos santifica, nos hace capaces de entrar en la vida de Dios, donde nada manchado puede entrar… Por eso, la misericordia no puede ir en contra de la justicia, sino que es el medio para hacernos justos y poder entrar al banquete de bodas.

Esa misericordia me llega ahora a mí en mi propia vida. ¿Cómo? Ante todo, como una luz sobre el pecado para que yo reconozca mis faltas y las confiese. Después, una vez confesados mis pecados, la misericordia me concede el perdón a través de la Iglesia.

Y esta fiesta la vivimos en este domingo en que Jesús se aparece a sus discípulos. Estaban las puertas cerradas, pero Él se presentó en medio y dijo: «Paz a vosotros». Jesús resucitado da el poder de perdonar los pecados a los apóstoles, obispos, sacerdotes. La confesión nos da acceso a la misericordia de Dios. En estos momentos, también la contrición perfecta. Os invito a recibir hoy la misericordia de Dios en vuestras propias casas. En este enlace puedes ver cómo hacerlo desde casa.

María, firme al pie de la cruz cuando se abrió el costado de Cristo, sigue dándonos a su Hijo, sigue alcanzándonos la divina misericordia que brota del corazón de Jesús y se nos da en la Iglesia. Madre de misericordia, ¡ruega por nosotros y por todos los hombres para que nos dejemos santificar!

D. Pablo Martínez