En la parábola de hoy, Jesús nos está contando la historia del pueblo hebreo. Él fue elegido por Dios para entrar en su viña, en su reino, desde el principio. Pero cuando los demás pueblos fueron también llamados, él no lo aceptó. En lugar de alegrarse por la salvación de los demás, rechazó la bondad de Dios y por tanto sus planes.
No se refiere Jesús a que Dios no sea justo al recompensarnos, no. Él es la justicia infinita, y pagará a cada uno según sus obras: al que haya amado más y por tanto haya agrandado más sus capacidades espirituales, lo llenará más, y ese participará más de la vida de Dios y le dará más gloria; al que haya amado menos, lo llenará menos. Eso sí, todos estaremos repletos al cien por cien, pero cada uno según la medida que alcanzó en su vida. Dios es infinitamente justo.
Pero, al mismo tiempo, Dios es infinitamente misericordioso. El Salmo nos decía: El Señor es clemente y misericordioso… Cerca está de los que lo invocan». Por eso se entrega sin medida: se hizo hombre, derramó su sangre, nos resucitó con Él y se quedó en la Iglesia para continuar esta entrega durante todos los tiempos. Entrega sin medida y sin límite: ¡Dios es para todos!, como clama a menudo la Madre Trinidad. Es en esta misericordia, en esta bondad, en esta entrega en las que la parábola quería insistir, manifestándonos también que solo los llamados por Dios, solo los santificados con su santidad, solo los lavados en su sangre pueden entrar en la eternidad. Porque… ¿quién puede entrar en el cielo por sus propios méritos? Estamos quizá acostumbrados a decir que los buenos van al cielo y los malos al infierno, pero no nos pensemos que esto es por nuestras propias fuerzas. Solo el que ama y se une a Cristo en fe y obras, puede ser admitido por Él en su reino.
Esa justicia y esa misericordia se nos revelarán en plenitud en la vida eterna. Pero antes, tenemos que pasar por esa puerta siempre misteriosa que es la muerte. En la segunda lectura, S. Pablo habla de ella de una forma sorprendente: «Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mí muerte. Para mí la vida es Cristo, y el morir una ganancia». Primero nos dice que en la muerte es glorificado Cristo. No porque la quiera, ya que la muerte es consecuencia del pecado original, sino porque en ella se manifiesta patentemente que solo Dios tiene el poder. En segundo lugar, nos dice que morir es una ganancia. Y lo dice porque él tiene su mirada puesta en Cristo, en su reino, en la eternidad. La muerte no es más que un paso, que la fe ilumina para llenarnos de esperanza en que Dios nos ha preparado un puesto a su mesa para repletarnos de su vida para siempre.
En las circunstancias actuales, probablemente muchos de vosotros hayáis vivido de cerca la muerte de alguna persona cercana: en la familia, en los conocidos, en el trabajo… Como cristianos, el Señor os pone en esas circunstancias para que iluminéis a esas personas y las llenéis de esperanza, para que las animéis a recibir los sacramentos y así reconciliarse con Dios. Es un error no querer llamar al sacerdote en los últimos momentos de una persona para que no se asuste… ¡Más se asustará cuando se presente ante Dios sin haberse recibido su perdón y su gracia…!
Pidamos la gracia de saber aceptar nuestra propia muerte con fe. Eso sí, cuando Dios quiera -aprovecho, ahora que se está tramitando la ley de la eutanasia, para invitaros a pedir que el Señor desbarate los planes de los que quieren ir contra su voluntad-. Y pidamos el valor para saber dar una palabra de fe y de esperanza a nuestros hermanos, y así puedan entrar en el reino glorioso del cielo, aunque sea en el último momento.