Homilía: 23º Domingo del Tiempo Ordinario

«El que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley», porque «uno que ama a su prójimo no le hace daño», nos acaba de decir S. Pablo.

El amor es la clave de la ley de Dios, de los mandamientos y, por tanto, de nuestra vida. Hemos sido creados para amar y ser amados, y lo necesitamos irrenunciablemente. Pero para no confundirnos en cómo hemos de amar o en qué o a quién hemos de amar, tenemos que fijarnos en Jesús, que nos dijo: «amaos como Yo os he amado».

Ese amor de Cristo, primero, se pone frente a Dios para recibirlo y responderle que sí. En la primera lectura, el profeta hace precisamente esto: recibe la palabra de Dios y cumple su mandato. En segundo lugar, el amor de Cristo busca a todos los hombres y hace lo que sea necesario para atraerlos a Dios.

Amor a Dios y amor a los demás. Amor sincero. Amor verdadero. Amor que es unión con el bien, cueste lo que cueste.

Pero este amor no lo ejercemos en solitario, sino como miembros de la gran familia de Dios que es la Iglesia. Es ella la que recibe la misión profética de denunciar el mal para suscitar la conversión. Es ella quien tiene la autoridad para corregir a sus hijos. Es ella quien tiene la autoridad para atar y desatar, es decir, para perdonar o no.

Y en esta gran familia, hay muchos miembros y muchas misiones. Los pastores, sobre todo los Obispos, tienen esta misión de ejercer la autoridad. Pero también hay miembros que reciben un encargo especial de Dios para iluminar al resto de sus hermanos, para denunciar una situación grave, para ayudar en un aspecto olvidado… Estos hijos de la Iglesia elegidos por Dios para una misión singular -pensemos en la Madre Trinidad u otros fundadores, o en los santos del pasado- deben poner sus dones a disposición de la autoridad de la Iglesia para que corrobore que todo ello viene del Señor y, junto con los pastores, edificar el pueblo santo de Dios.

¿Y la mayoría de nosotros? En el Evangelio de hoy, nos habla Jesús explicándonos a todos cómo utilizar un medio tan importante como delicado: la corrección fraterna. Desde el amor, buscando el bien del otro, con mucho cuidado para no herir, con delicadeza. Incluso, nos explica Jesús los pasos que hemos de dar: primero, corregir en privado; si no funciona, pedir la intervención de personas que puedan ayudar o mediar; si no, acudir a la Iglesia como familia que nos ayuda siempre.

Usemos la corrección fraterna buscando el bien del otro, y no solo defendernos o casi vengarnos… Y dejemos que otros la usen con nosotros. Con humildad, reconozcamos que todos nos equivocamos, y que por tanto es probable que, cuando nos corrijan, lleven al menos algo de razón. Hablemos, escuchemos, comprendamos, reconozcamos, perdonemos, busquemos construir la unidad. Desde esa unidad aún imperfecta, nos dirigimos por intercesión de María al Señor, que nos ha prometido: » donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».