Jesús vino para unir al hombre con Dios. Por eso, su misión, su deseo ardiente, era poder finalmente llevarnos con Él a la casa de su Padre: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Me voy a prepararos un lugar».
De hecho, Él es el único que puede realizar esta unión, porque Él es hombre y, al mismo tiempo, es Dios. Él es, en sí mismo, la unión del hombre con Dios. De ahí que, en la segunda lectura de hoy, S. Pedro hable de Cristo como «piedra angular, elegida y preciosa». Y de ahí que, en el Evangelio, el mismo Jesús nos diga: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». ¡Jesús no es uno más! Sus palabras no son simples opiniones… Sus obras no son simples actos solidarios… Mirémoslo como lo que realmente es: la roca de nuestras vidas, nuestro único Salvador, el que realiza eficazmente nuestra santificación, el que nos lleva al cielo, el que nos da la vida del cuerpo y del alma, el centro de toda la historia de la humanidad. En una palabra: el que nos une con Dios.
Si unirnos con Dios era lo que llenaba la mente y el corazón de Jesús, querrá decir que es algo importante, ¿no? Importante para Él porque estaba impulsado por la voluntad del Padre y por el amor del Espíritu Santo. Pero, sobre todo, ¡importante para nosotros! Porque de esa unión depende que alcancemos nuestra felicidad, nuestra llenura y nuestro fin. El único fin para el cual hemos sido creados. Y si ese es nuestro fin, ¿no debería ser también lo que más despertara nuestro interés? ¿No debería ser lo más importante en nuestras vidas? ¿No deberíamos intentar ser unos expertos en el tema? Sí, sin duda. Entonces, ¿por qué a veces lo tenemos tan poco en cuenta? ¿Por qué a veces nos cuesta tanto? ¿Por qué a veces lo llegamos a considerar algo «demasiado elevado»? Porque somos pequeños, y porque las cosas ahogan nuestra alma…
Para reavivar nuestro deseo de unión con Dios, hagamos como Felipe. Él, mientras escuchaba al Maestro, lo veía radiante de alegría cuando les hablaba hablarles del Padre: «Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí». O en otra ocasión: «Cuando oréis, decid: Padre nuestro…». Tan embelesado estaba Felipe, que no pudo contener su deseo de conocer más al Padre, y por eso dijo: «Muéstranos al Padre y nos basta». Es decir, que cuanto más conozcamos a Dios, cuanto más empeño pongamos en escuchar hablar de Él, cuanto más nos pongamos en contacto directo con Él en la oración, más ganas tendremos de unirnos con Él. Y, al contrario, cuanto menos espacio le dejemos en nuestro corazón, cuanto menos tiempo le dediquemos, más nos iremos enfriando y menos nos interesará.
Hay otra cosa muy bonita que nos motiva aún más para anhelar nuestra unión con Dios. Nos lo dice hoy S. Pedro: «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción de una casa espiritual para un sacerdocio santo… Sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa». O sea, que no es solo una cuestión personal mía con Dios -que ya sería mucho-. Cristo ha querido asociarme a su misión, desde el día de mi bautismo, de tal forma que yo le ayudo a realizar la unión de los hombres con Dios. Sí, yo soy una piedra de la Iglesia, y como tal, colaboro en la misión de la Iglesia, que es la de Cristo prolongada durante la historia. Por tanto, en la medida en que yo me uno a Dios, me convierto automáticamente en un canal a través del cual Dios pasará y llegará a una cantidad enorme de almas que él mismo ha querido que dependan de mí. ¡Qué regalo y qué responsabilidad!
Hermanos, en estos tiempos de confinamiento, cuánto bien nos hace recordar la realidad hermosísima de que Jesús cuenta con nosotros para unir a los hombres con Dios. Seamos conscientes, seamos valientes, seamos apostólicos. Seguro que se nos ocurren mil y una formas de llevar a Dios a los demás a través de tantos medios que hoy están a nuestro alcance. Pero, sobre todo, irradiemos vida divina, como si fuéramos una antena, teniendo una profunda vida interior. No hay medios más eficaces de apostolado que la oración y el sacrificio; y en estos días, creo que oportunidades para estas dos cosas tenemos bastantes, ¿no os parece?
María, Madre Corredentora, impúlsanos en esta misión tan sumamente importante que el mismo Dios nos ha encomendado de colaborar humilde pero decididamente a que todos nuestros hermanos se unan con el Padre, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo.