La Madre Trinidad dice que «las tres divinas Personas siempre obran de conjunto», porque Dios actúa como es. Hoy celebramos la culminación de la gran obra maestra de Dios, que es la Iglesia, porque hoy celebramos la actuación del Espíritu Santo. Él es quien remata, quien termina ese deseo del Padre de que todos formemos una familia con Dios, que el Hijo vino a poner por obra con su vida, muerte, resurrección y ascensión al cielo.
Entonces, ¿qué es lo que hace el Espíritu Santo? Hace hacia afuera lo mismo que vive hacia dentro. El Espíritu es el que consuma en la unidad al Padre y al Hijo, es el fuego de amor que los une. Pues eso mismo hace hacia afuera: enciende el fuego del amor para que seamos uno.
¿Y cómo realiza esta unión? De cuatro formas:
- Nos prepara para acoger a Dios. Nos purifica con su presencia y con su gracia, nos lima, nos aquilata, abre en nosotros hambre y sed del bien, de la paz, del amor… de Dios.
- Nos ilumina con la verdad. La fe se comunica a través del testimonio, pero no basta con oír con los oídos, ni siquiera con saberse de memoria el Evangelio, hay que vivirlo. El Espíritu es quien hace que la fe pase de nuestra cabeza a nuestro corazón, nos hace gustar y saborear la verdad. Y esto hace que sea la sabiduría de los misterios Dios la que cimiente nuestra vida. De aquí saldrán innumerables frutos de vida eterna…
- Nos actualiza la salvación que Cristo nos ganó. ¿Os acordáis cuando el sacerdote en la Misa, antes de la consagración pone sus manos sobre el cáliz y la patena y todos nos arrodillamos? Es el momento llamado «epíclesis», en el cual se está pidiendo al Espíritu Santo que transforme las ofrendas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es decir, es el Espíritu quien trae para nosotros, aquí y ahora, el sacrificio de Jesús. Y de igual modo en los demás sacramentos: Él está presente para hacer presente de modo eficaz la redención.
- Nos une en la gran familia de los hijos de Dios. Muchos tienen el deseo de que todos nos llevemos bien, de que no haya guerras, de que seamos como hermanos… Pero ¿quién puede conseguir esa unidad, si nosotros muchas veces no somos capaces de ponernos de acuerdo ni en nuestra propia casa? Solo el Espíritu Santo es capaz de congregarnos en la unidad, porque lo realiza con su poder divino y cimentándonos en la vida misma de Dios. Solo en la Iglesia los hombres podrán ser verdaderos hermanos.
Este Espíritu que sigue vivo y operante en cada minuto de la vida de la Iglesia, se nos quiere derramar hoy de un modo especial. Pero no se derrama si no es a través de María, como no hubo Pentecostés sin Ella. Por tanto, pidamos a María que nos alcance el don del Espíritu Santo para que nos purifique y nos colme de sus dones, que tanto necesitamos. Pidamos que encienda de nuevo en nuestros corazones la llama del amor de Dios que se convierta en el motor que nuestra vida. Roguémosle que el Consolador venga sobre las personas más cercanas a nosotros: nuestros hermanos, padres o hijos, mujer o marido, hermanos de comunidad, vecinos… Supliquémosle que venga sobre toda la Iglesia, especialmente sobre el Papa y los Obispos, pues estamos en momentos difíciles donde la confusión se extiende. Implorémosle que descienda sobre este mundo, tan desgarradoramente necesitado de la luz, el consuelo y el amor de Dios.
¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!