“Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”. Estas palabras que el Padre pronuncia cuando Jesús sale del río Jordán tras su Bautismo, nos manifiestan algo esencial sobre Jesús y sobre nosotros mismos.
Dios solo puede complacerse en sí mismo. Si esto lo hiciéramos nosotros sería un acto de egoísmo, y el egoísmo es mentira. Es mentira porque nuestra alma tiene una capacidad tan grande de felicidad, que solamente Dios puede llenarla. Si pretendemos llenarla con cosas de este mundo o incluso con personas, nunca vamos a conseguirlo del todo; solo Dios puede hacerlo. Y, si esto nos pasa a nosotros que somos criaturas, ¿qué le pasará a Dios? A Él, cuya capacidad es tan grande como Él mismo, y por tanto solo puede ser saciada por lo más perfecto, lo más grande: Él mismo. Solo puede complacerse plenamente en sí mismo.
Por ello, cuando el Padre dice: “En ti me complazco”, está diciendo que ese hombre que todos ven, que pueden tocar y que un día clavarán en la cruz, ese hombre es el mismo Dios. Esa es la manifestación que el Padre quiere realizar en el inicio de la vida pública de Jesús. Y lo confirma con la apariencia corporal del Espíritu Santo en forma de paloma, para que todos puedan ver y creer.
Y al celebrar hoy este misterio, estamos llamados también a reconocer, en nuestro propio Bautismo, el comienzo de nuestra vida eterna. Porque aquel día en que recibimos el agua santificadora, también el Padre nos miró y nos dijo: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”. No por nosotros solos, sino por nuestra unión con Cristo. Desde ese momento, somos hijos en el Hijo, somos Dios por participación, somos complacencia del mismo Dios. ¡Qué grande es lo que el Señor ha hecho con nosotros!
Como consecuencia, lo más importante en nuestra vida es mantenernos en esta unión con Cristo, e ir acrecentándola de forma viva y consciente. ¿Cómo conseguirlo? Cumpliendo los mandamientos. Ellos son la voluntad de Dios para nosotros sus hijos. Ellos nos aseguran la permanencia en la unión con Cristo y la identificación con nuestro Padre.
Pidamos a María una conciencia más plena de lo que significa ser bautizados, ser hijos en el Hijo, ser complacencia del mismo Dios. Y pidámosle la fuerza y perseverancia necesarias para mantenernos en esta unión con Él en todos los momentos de nuestra vida.