Homilía: Domingo de Resurrección

¡Cristo ha resucitado!

¡Cristo ha resucitado! Esta es nuestra gran alegría: ver vivo a quien amamos. Jesús ha podido cumplir, por fin, aquel deseo que oprimía su corazón durante toda su vida, pero especialmente en los días previos a su pasión. Ha podido culminar la voluntad del Padre de entregarse a los hombres por nuestra salvación. Ha podio rubricar con su sangre el amor que el Espíritu Santo quería derramar sobre nosotros. Ha podido vencer definitivamente al pecado, a sus consecuencias y a su instigador, el demonio. En definitiva, nos ha abierto las puertas del cielo para que tengamos acceso a la misma Vida que Dios vive.

Cristo pasó («pascua» significa «paso») de la muerte a la vida. Este hecho insólito es tan importante que fundamente nuestra fe y, por tanto, nuestra vida entera. Por ello, adentrémonos en toda la profundidad que este hecho encierra.

La resurrección significa, primero, que Jesús pasó por la muerte y la venció. ¿Quién puede hacer esto? ¿Quién puede decidir sobre la vida y la muerte? ¿Quién puede devolver la vida a un muerto? Solo Dios, por mucho que el hombre, especialmente el de nuestro tiempo, se empeñe en intentarlo. ¡Solo Dios! Por eso, Cristo nos está demostrando que Él es Dios.

En segundo lugar, la resurrección nos habla de un acontecimiento concreto, que se produjo en un momento histórico concreto, y que verificaron unos testigos concretos. Es decir, Dios actuó en esta nuestra historia, y sigue actuando, aunque a veces no seamos capaces de verlo. Solo los humildes captan la obra de Dios. Solo ellos son capaces de cambiar sus vidas. Solo ellos pueden, como consecuencia, dar testimonio. Eso es lo que harían después los discípulos. La fe en Dios y en su actuación maravillosa para con el hombre se transmite mediante el testimonio, y se recibe mediante la humildad.

Tercero, la resurrección nos muestra aquello a lo que Dios nos llama a todos: un día, si somos fieles, resucitaremos para la vida eterna. Este cuerpo nuestro será renovado. Estos ojos verán a Jesús y a la Virgen. Estos oídos escucharán su voz. Y lo más importante de todo, nuestra alma se saciará hasta reventar de amor, de paz, de justicia, de sabiduría… sin muerte, ni luto, ni llanto ni dolor. Qué fuerza tienen estas palabras en las circunstancias actuales…

 Por último, la resurrección conduce a la alegría plena a toda la Iglesia. Hoy, la Iglesia triunfante está de fiesta, como también lo está la Iglesia peregrina o militante. ¡Alegrémonos con nuestra Madre, aprendamos a sentir con la Iglesia! En ella, nos alegramos todos pero, de un modo muy especial, la Santísima Virgen María. Ella sufrió como nadie durante la pasión de su Hijo. Ella exulta de gozo al verlo resucitado, resplandeciente, vencedor, cumplidor del Plan de Dios.

Vivamos, por lo tanto, este día unidos a María. Que ella, causa de nuestra alegría, nos alcance encontrarnos con Jesús, cambiar nuestras vidas y dar testimonio de la mayor esperanza de la humanidad: Cristo ha resucitado.

D. Pablo Martínez