La lepra es una enfermedad terrible. Puede producir úlceras en la piel, debilidad, dolor y deformidad. Además, es contagiosa. Hasta los años 40 del siglo pasado no se descubrió un tratamiento eficaz. En la primera lectura, hemos escuchado las instrucciones que el mismo Dios dio a su pueblo para prevenir que la enfermedad se convirtiera en una pandemia. Esto, en estos momentos que vivimos, quizá lo comprendamos mejor que nunca… Los leprosos eran apartados de la sociedad y, a menudo, eran vistos con miedo y rechazo. El que se contagiaba de lepra, sabía que su vida iba a cambiar totalmente, en una especie de confinamiento, pero sin cura y para siempre.
Jesús, en el Evangelio, deja que se le acerque un leproso, se compadece de él, lo toca y lo cura. O sea, justo lo contrario de lo que se podía hacer. Y lo hace porque precisamente para eso ha venido al mundo: para hacer lo imposible, para salvarnos del mal, para curarnos del pecado. Él es la misericordia infinita encarnada, que no nos mira como apestados o como pecadores, sino como personas. Él mira nuestro corazón, y lo hace con ternura y compasión. Está siempre dispuesto a darnos una nueva oportunidad. Por todo ello, deja que se le acerque aquel leproso y hace lo que no se podía hacer: curarlo de la lepra y devolverle a su vida ordinaria.
El leproso, por su parte, se acerca a Jesús con una actitud que también tenemos que aprender. Se arrodilla, como manifestación de humildad, y le dice a Jesús: “Si quieres, puedes limpiarme”. “Si quieres”, es decir, si es tu voluntad, si lo consideras bueno. Y Jesús lo cura. Cuando le abrimos la puerta al Señor, el entra y nos sana.
Este mismo Jesús quiere hoy hacer lo imposible con nosotros y curarnos de esa enfermedad que nos produce dolor, nos desfigura, nos aparta de Dios y de los demás dejándonos solos, y que nadie puede curar, sino solo el Señor. Esa enfermedad es el pecado. ¡El pecado es mucho más terrible para el alma que la lepra para el cuerpo! Y todos hemos probado alguna vez esa tristeza, esa falta de paz, esa soledad, esa amargura en que nos deja esta “enfermedad”…
Acerquémonos, hermanos, a Jesús. Abrámosle la puerta de nuestra alma y pidámosle que nos cure. Acudamos al gran regalo que Él ha dejado en su Iglesia para seguir limpiándonos, y que se llama la confesión. Vayamos a confesarnos con humildad, con sinceridad, con arrepentimiento, con propósito de cambiar. Y vayamos con frecuencia. La confesión no solo nos perdona los pecados, sino que también nos da fuerza para no caer más.
Por último, imitemos en nuestra pequeña medida esa actitud misericordiosa de Jesús. No rechacemos a los demás porque estén enfermos, o sean unos sinvergüenzas, o nos hayan hecho daño, o sean diferentes a nosotros. Actuemos con cabeza pero también con corazón, viendo en los demás lo que son: personas. Personas por las que Dios se hizo hombre y derramó toda su sangre.
Que María, Madre de misericordia, nos conceda aprovecharnos de la misericordia de Dios en la confesión y actuar con misericordia con nuestros hermanos.