El Buen Pastor
Jesús es el Buen Pastor, el único Pastor. Con su Pasión y Muerte por nosotros, manso y humilde, sin querer defenderse, hizo que «volviéramos al pastor y guardián de nuestras vidas»: Dios. Nos buscó, nos rescató y nos recogió en su Rebaño, que es la Iglesia.
En esta Iglesia, la única que fundó Jesús, no se puede entrar si no es por Él. Por eso Él mismo es la puerta. En esta Iglesia, la Católica, Él cuida de nosotros, sus ovejas, nos conoce por el nombre, nos alimenta dándonos sus pastos que son la vida divina, preludio y anticipo de la Eternidad: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”.
Pero el Buen Pastor nos prometió: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». ¡Él sigue siendo nuestro Pastor! Y este pastoreo de Jesús sigue siendo realidad gracias a que la Iglesia nos comunica eficazmente la vida divina y nos lleva a Dios verdaderamente. Ella sigue llamando a todos a su redil. Ella tiene a Pedro, hoy el Papa Francisco que, al ser la cabeza visible de la Iglesia, es la puerta y por tanto la confirmación de que estamos en la misma Iglesia de Jesús. Ella sigue cuidando y alimentando a sus ovejas. Todo esto se lleva a cabo por medio de los pastores de la Iglesia: Obispos y sacerdotes. Ellos han sido unidos al sacerdocio de Cristo para poder hacer lo mismo que Él hacía, de forma eficaz, oficial, en la persona de Cristo y en nombre de la Iglesia.
Pero la labor apostólica de la Iglesia no se para ahí. Todos sus miembros hemos sido incorporados a Cristo y hemos recibido el sacerdocio llamado «común». O sea, que tenemos también la misión de ayudar a los pastores a pastorear, de ayudar a la Iglesia a llegar a todos los hombres, de ayudar a Cristo en su misión. Por eso, déjame que te pregunte hoy: ¿Te sientes apóstol? ¿Consideras el apostolado como una parte importante de tu vida? Es verdad que ninguno de nosotros somos Obispos, pero cada uno en su medida ha recibido el encargo de llevar la salvación a sus hermanos.
¿Y cómo se lleva a cabo esa labor? Jesús es siempre nuestro modelo. Así que, en nuestro apostolado, tenemos que hacer como Él hizo. ¿Y cómo nos salvó Él? Con fidelidad al Padre, con amor, con mansedumbre y humildad, con valentía. Ahí están todos los ingredientes. Los Apóstoles supieron utilizarlos bien, una vez que habían recibido el Espíritu Santo. ¿Y tú? ¿Y yo? ¿Buscamos a las almas con amor, con paciencia y humildad, con valentía? ¿Nos llenamos de Dios para poderlo dar?
Por último, de entre todo el pueblo de Dios, hay un grupo llamado a ayudar particularmente en esta labor pastoral de la Iglesia: Es el pueblo consagrado. Hombres y mujeres que han escuchado la llamada del mismo Jesús a dejarlo todo y seguirlo para estar con Él e ir a predicar. Vamos a pedir mucho por todos ellos, para que seamos fieles a la llamada recibida, para que nuestro corazón esté lleno de solo Dios, y para que seamos siempre signo del amor de Dios a los hombres, empezando por amarnos entre nosotros con un amor sobrenatural que supere todas las rencillas humanas. ¡Qué necesarias son en la Iglesia las vocaciones a la vida consagrada! Pidamos para que sean muchos los jóvenes que escuchen en su corazón la voz dulce y firme, alegre y esperanzadora del Maestro, y le digan que sí. ¡Solo Dios puede llenar nuestro corazón!
María, Madre de la Iglesia, alcánzanos la gracia de que veamos aumentar el número y la santidad de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Y haznos a todos valientes apóstoles de tu Hijo, el Buen Pastor.