Homilía: 32º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)

Las lecturas de hoy nos hablan de la resurrección de la carne. Es esta una realidad que humanamente cuesta creer porque no tenemos ninguna experiencia de ella. De otros aspectos de la fe –como de lo atrayente que es el amor, de la paz que se siente cuando se hace el bien o de la belleza de la creación– sí hemos pregustado algo; pero de la resurrección, no.

Por eso, Dios fue revelando esta verdad paulatina y pedagógicamente a su pueblo. En la primera lectura, hemos escuchado un episodio del libro de los Macabeos. En aquel tiempo, los griegos habían conquistado Israel y estaban forzando al pueblo a abandonar su religión para adoptar prácticas paganas. En ese contexto, una madre presencia cómo torturan y asesinan a sus siete hijos, algunos de ellos aún niños. Pero ellos tuvieron el valor y la entereza de preferir morir antes que pecar. ¿Y de dónde sacaron la fuerza para eso? Ellos mismos refieren que su seguridad está en la promesa de la resurrección de entre los muertos.

Ya en la época de Jesús, casi todo el pueblo judío creía en la resurrección. Una notable excepción la constituían los saduceos, que se acercan al Maestro en el Evangelio de hoy para intentar marearlo con un caso enrevesado. Jesús les contesta que ya Moisés habló indirectamente de la resurrección en el episodio de la zarza ardiente.

Después, los Apóstoles van a poner el centro del mensaje cristiano precisamente en la resurrección de Jesús. Ellos han sido testigos de ella. Son conscientes de que no es fácil anunciarla, de que muchos no les creen, pero están convencidos de que es algo esencial que necesita ser proclamado.

La pregunta para nosotros hoy es: ¿Damos a la resurrección de la carne toda la importancia que tiene? Probablemente hablamos mucho de la muerte o de la vida del alma en la eternidad, pero quizá olvidamos un poco la resurrección de la carne. Y esto no debería ser así. Dios ha querido restaurar y elevar su plan inicial con el hombre. Porque Él nos creó cuerpo y alma. Con el pecado, entró la muerte en el mundo, y la muerte es la separación del cuerpo y del alma. Pero en el último día, nuestro cuerpo resucitará para unirse a nuestra alma y así ser lo que Dios siempre quiso.

De la fe en la resurrección se deducen algunas consecuencias importantísimas.

  • En primer lugar, cuando alguien fallece, su cuerpo se venera con incienso y agua bendita, y después se entierra en un lugar sagrado, un cementerio. Lo mismo ha de hacerse con las cenizas, si se produce la incineración: han de depositarse en un lugar sagrado; no se pueden tener en casa o esparcir por ahí… Son parte de una persona, y están llamadas a resucitar.
  • En nosotros mismos, tenemos que ver también la obra de Dios, que nos ha dado este nuestro cuerpo para que lo cuidemos. No es un objeto, un accesorio, un traje, que nos podemos quitar o que podemos cambiar a nuestro antojo. Hemos de respetarlo, así como el cuerpo de los demás. ¡No son unos simples objetos! Son parte de lo más sagrado que hay en la creación: la persona humana. Podríamos decir en verdad que, más que “tener” cuerpo y alma, “somos” cuerpo y alma.
  • Finalmente, este cuerpo nuestro, cuando resucite, lo hará a imagen del cuerpo resucitado de Jesús, es decir, lleno de luz, sin estar sometido a los límites de esta vida, ni bajo el peso de los años o las enfermedades: un cuerpo en plenitud, tal como Dios lo pensó para ti, para que gozaras eternamente con Él.

Demos gracias al Señor por lo bien que hace las cosas, y pidamos a María, primicia de lo que nos espera por su asunción en cuerpo y alma al cielo, que nos alcance mayor fe en la resurrección y sus consecuencias.