Ese Jesús que se aparece a los discípulos, que se aparece a Tomás, que le dice: “Mete tus dedos en mis llagas y tu mano en mi costado”, ese Jesús es la misericordia infinita encarnada. Y por eso, el Papa S. Juan Pablo II quiso instituir el segundo domingo de pascua como el día de la Divina Misericordia para que gustemos lo que significa que Dios mismo haya querido rebajarse, haya querido tocar y sanar nuestra miseria.
Cuando pensamos en la grandeza de Dios, en que Dios lo tiene y lo es todo, en que es infinitamente feliz, en que en realidad no necesita de nosotros para nada, no puede dejar de sorprendernos profundamente que haya querido crearnos para que compartamos su gloria y su alegría. Pero si, además, nos fijamos en que, cuando nosotros le dijimos que no y nos separamos de Él, de nuevo se inclinó para sanarnos, para salvarnos, nos tenemos que quedar sin palabras. Ese abajamiento del Señor, a Él le costó mucho, a pesar de que era Dios –lo hemos vivido estos días en Semana Santa: ¡cuánto le costó a Jesús ser y actuar como la misericordia infinita encarnada!–
Y esta demostración apabullante de la misericordia de Dios es la que permite que nosotros un día podamos llegar al cielo y que aquí, en este mundo, vivamos con esperanza, con alegría ¡y con paz! ¿Te acuerdas cuál es la frase que Jesús dice a los discípulos cuando se les aparece? “Paz a vosotros”. Porque la paz es ese don de Dios que llena nuestro corazón, que nos hace vivir tranquilos y que nos permite poder poner en práctica todos los dones que Dios nos ha dado y por tanto progresar en nuestra vida espiritual. ¿Verdad que cuando nos falta la paz es difícil hacer las cosas bien, que enseguida perdemos los estribos, nos enfadamos, y ya no damos pie con bola? La paz del corazón es muy importante. Y la paz verdadera nos la da Jesús.
Este tiempo de pascua es un tiempo en el que Él nos da la paz de manera especial, pero se la tenemos que pedir. Y hoy es un día en el que el Jesús quiere derramar su misericordia sobre nosotros de manera especial, pero se la tenemos que pedir, porque a Él le gusta hacerlo así. Tenemos que pedirle de verdad: primero, que nosotros gustemos su misericordia; y segundo, que nosotros también la tengamos con los demás. ¡Cuántas veces en el evangelio Jesús echa en cara a aquellos judíos que no eran misericordiosos! –acordados de la parábola del buen samaritano, por ejemplo–. Y en cuántos momentos Jesús se acerca a una persona que está enferma, endemoniada, herida, y la mira, y la ama, y la sana y la levanta. Pero es que esa persona que está así, esa persona soy yo, esa persona eres tú, porque todos tenemos pecados, heridas, sufrimientos, dificultades. Y el Señor se acerca sin miedo a ese pecado o a esa herida que yo tengo, mirándome a mí, para perdonarme. Por tanto, la pregunta que tenemos que hacernos hoy es: ¿Hago yo lo mismo con los demás, con ese hermano, con la mujer o el marido, con el padre o el hijo, con ese compañero, con el vecino? ¿Me acerco sin asustarme por ese pecado o ese defecto para tenderle la mano y para brindarle el amor de Dios? ¿O caigo a veces en decir: “Bueno, como este es de tal equipo de fútbol, o de tal partido político, o como me ha hecho una faena, pues entonces le puedo insultar o puedo tratarle mal o puedo hablar mal de él…” ¿Te das cuenta de cómo a veces se nos cuela el ser inmisericordes bajo cualquier pretexto? El Señor era misericordioso con todos porque, si no, conmigo no habría podido serlo, pues soy pecador.
Vamos a pedir a Jesús hoy que derrame su misericordia sobre nosotros y que la sepamos gustar y comprender, especialmente en el sacramento de la Misericordia: la confesión. Vamos por lo menos a empezar por pedir por aquellas personas que nos caen mal, que nos cuesta amar. Vamos a esforzarnos por tener misericordia de todos nuestros hermanos. Que María, Madre de Misericordia, interceda por nosotros.