Imagínate que eres un apóstol. Que estás en el cenáculo, con las puertas cerradas, lleno de miedo, de tristeza y de desánimo. Y en esto, aparece Jesús que, con su presencia y su palabra, llena todo de luz y de paz. Pero falta uno… Imagínate que tú se lo cuentas y escuchas su incredulidad, que tú compartías con él hasta el encuentro con Cristo resucitado. Imagínate que, ocho días más tarde, contemplas el espectáculo de Jesús que se aparece de nuevo y se dirige a Sto. Tomás. Este es el momento que estamos viviendo, gracias a la Liturgia: el mismo día de la resurrección del Señor, la octava de Pascua, el domingo de la Divina Misericordia.
Jesús, al aparecerse de nuevo a los once, se inclina hacia la falta de fe de Sto. Tomás. No le regaña, como quizá haríamos nosotros. No se echa para atrás ante la miseria del apóstol. Lo mira con ternura, con comprensión, con cariño, con misericordia. Y le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado…”.
Dicen algunos Padres de la Iglesia que no fue Tomás el que tocó a Jesús, sino Jesús el que tocó a Tomás. Porque Jesús, con su misericordia, tocó el corazón de aquel hombre débil y tembloroso, y lo despertó a la fe. A una fe tan viva y ardiente, que lo hizo capaz de dar testimonio de Jesús hasta los confines del mundo –la tradición dice que evangelizó la India–.
Pues bien, hoy, “en este día de la resurrección” –como dice la plegaria eucarística–, Jesús también se inclina hacia ti con ternura. No se espanta de tus debilidades ni de tus pecados. Te mira con cariño, y quiere tocar tu corazón para despertarlo a una fe viva. Él lo hace todo, ¡todo!, menos una cosa: responder. Eso tienes que hacerlo tú. Fíjate qué respuesta más bonita y más profunda dio Sto. Tomás: “Señor mío, y Dios mío”. En ella, está reconociendo la divinidad, la grandeza y también la misericordia de Jesús.
Vamos, por tanto, a dejar que el Señor toque nuestro corazón. Y vamos a responderle. Usemos muchas veces, sobre todo en este tiempo de Pascua, esa misma respuesta a modo de jaculatoria. Repítela en el silencio de tu oración: “Señor mío y Dios mío”. Y hazlo con todo tu corazón. Miserable y limitado, es verdad, pero amado infinitamente por Dios.
María, Madre de la Misericordia, ayúdanos a responder con y como Sto. Tomás, con y como tú. Y ayúdanos a contagiar esta fe a nuestros hermanos.