«Muchos son los llamados…» No sé si habéis estado alguna vez en una gran concentración de gente. Yo me acuerdo de la JMJ de Madrid, con aquella cantidad incontable de jóvenes. Pensad en algo así, o en una gran manifestación, con cientos de miles de personas. Esa multitud inmensa, incontable, inabarcable, es la que Jesús quiere subrayar cuando habla de «muchos». Lo utiliza también en la última cena cuando dice que su sangre será derramada «por vosotros y por muchos». En la nueva edición del misal se ha usado está traducción más literal. No significa que no muriera por todos, sino que se subraya esa cantidad incontable de personas: más y más y más… Y a pesar de ser tantos, para Dios, cada uno es único. A cada uno nos ha creado, y por cada uno muerto en la cruz.
Y cuando Dios nos crea no lo hace como con las demás criaturas: los animales, los árboles, las montañas… No solo nos crea para que, por el mero hecho de existir, reflejemos sus perfecciones y por tanto le glorifiquemos, sino que nos da ese gran don que se llama «libertad», por el cual somos semejantes a Él. Por eso, Él nos crea y nos llama. Nos llama a que pongamos en juego nuestra libertad para unirnos al bien, al amor, a la justicia, que es Él mismo. En la parábola, los primeros convidados fueron llamados pero utilizaron su libertad para unirse a otras cosas: a su casa, sus negocios… Tonterías que no llenan el corazón porque se terminan. Como poco, nos hacen perder el tiempo. Y si son pecado, entonces nos hacen caminar en sentido contrario a la llamada de Dios. Por tanto, ¡cuidado! Utilicemos nuestra libertad para unirnos a Dios. Preguntémonos: ¿A qué estoy deseando unirme?, ¿cuál es la ilusión que me hace levantarme cada mañana?
«…Pero pocos los elegidos». En la parábola, los que fueron llamados después, acudieron en gran número al banquete. Es decir, le respondieron que sí al Señor. Sin embargo, uno de ellos no llevaba puesto el traje de fiesta. Tenemos que decirle que sí al Señor, pero también tenemos que perseverar hasta el final. El traje de fiesta es vivir en gracia de Dios, tener a Dios en nuestra alma. ¡Luchemos por mantenernos siempre con este traje para que, cuando nos llame el Señor, estemos preparados! Y, si alguna vez fallamos y lo perdemos por el pecado grave, vayamos rápidamente a confesar, no lo dejemos pasar. Hagámoslo no solo por temor sino por amor: cuánto se alegra Dios nuestro Padre cuando, al mirarnos, ve que estamos en gracia, que estamos en el camino de su banquete.
El don de la perseverancia final es un don que Dios concede a aquellos que se lo piden, y que consiste en estar en gracia en el momento de la muerte. Os invito a que se lo pidáis al Señor todos los días a través de la Virgen rezando tres Avemarías. Os podría contar muchos casos en los que me ha tocado asistir a un enfermo grave y al poco rato ha fallecido. Parecía que estaba esperando a que llegara el sacerdote para darle la absolución. ¡El Señor concede este don a los que se lo piden!
Pidamos a la Virgen que nos alcance esta gracia. Y no solo para nosotros: pidamos por nuestros familiares, especialmente por los que estás más lejos de Dios. Que María nos ayude a responder que sí a la llamada de Dios y a perseverar hasta el final. «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén».