«El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia». Esta frase que hemos repetido en el Salmo, y que os invito a gustar despacio en vuestro corazón, nos habla de que, ya en el Antiguo Testamento, Dios comenzó a revelar su misericordia. ¿Y qué es la misericordia? Es el amor hacia la miseria. Dios es la misericordia infinita porque su amor inmenso se pone en contacto con nuestra miseria, porque se abaja para tocar y sanar nuestro corazón inmerso en la mayor de las miserias, que la falta de Dios, pues Él es la riqueza infinita.
Pero es en Cristo cuando esta revelación alcanza su punto culminante. Él es la Misericordia infinita encarnada. Él nos expresa en plenitud cuánto nos ama Dios, y cuánto le costó perdonarnos: derramar toda su sangre en la cruz. Y eso que Él no necesitaba nada de nosotros; nos salvó por amor; amor a nosotros, miserables.
¿Qué pasaría si no tuviéramos acceso a la misericordia de Dios? ¿Si Él llevara una lista imborrable de todos los pecados de nuestra vida? ¿Quién podría salvarse? Algo así nos cuenta el Evangelio de hoy.
Un hombre debía 10.000 talentos. ¡Eso era una barbaridad! Podríamos decir que un talento correspondía a 6.000 denarios, así que es hombre debía unos 60 millones de denarios (el denario era lo que se pagaba por un día de trabajo). Imposible pagar la deuda, ni aunque vendieran como esclavos a él y su familia, y todas sus posesiones. Y, sin embargo, el rey le perdona toda la deuda de un plumazo porque se lo pide. Al salir, se encuentra a un compañero que le debía 100 denarios. Pero aquel siervo despiadado no se lo perdonó… Es la historia de nuestra vida algunas veces: ¡cuánto nos ha perdonado el Señor, y no una vez, sino siempre que se lo pedimos! Cuánto le costó alcanzarnos ese perdón. Qué gratuidad y benevolencia. En cambio, nosotros a veces tenemos un corazón tan mezquino que no perdonamos a los demás. ¡Qué diferencia… y qué razón tiene Jesús al señalar esta actitud nuestra!
No perdonamos porque somos soberbios y nos cuesta rebajarnos. A veces lo hacemos en nombre de la justicia, olvidando la misericordia. Es cierto, nuestro amor humano es limitado y frágil. Por eso, lo que tenemos que hacer para perdonar es pedirle al Señor que nos llene de su amor, de su misericordia. Él quiere derramarla sobre nuestras almas para que, después, nosotros la apliquemos a los demás. Acudamos pues a la Fuente de la misericordia. ¿Cómo? Principalmente, a través de ese cauce por el que se nos comunica: el sacramento de la Penitencia. En él, la misericordia infinita se derrama sobre nosotros para perdonarnos pero también para llenarnos. Por eso, es importante confesarse con frecuencia. Si hemos ofendido a Dios mortalmente, acudamos en seguida para recuperar la gracia. Si no, acudamos con frecuencia para perdonar los pecados veniales que tengamos y recibir la misericordia de Dios. Además de en la confesión, también en la Eucaristía y en la oración podemos y debemos pedir al Señor que infunda en nosotros ese amor tan necesario.
Por último, es bueno aclarar una cosa. Cuando alguien nos hace mucho daño (nos da una puñalada, decimos), nos deja como una herida en el alma. Esta herida puede doler por mucho tiempo. Eso no quiere decir que no podamos perdonar inmediatamente, ni tampoco que no hayamos perdonado porque nos siga doliendo. Lo que nos pide el Señor es que queramos perdonar, que lo procuremos, que no guardemos rencor. El dolor hay que ofrecérselo a Dios con amor como sacrificio agradable a Él y purificación nuestra.
En resumen: pidamos a Dios su misericordia y procuremos perdonar a los demás de corazón. Así, alcanzaremos el perdón de nuestros pecados y podremos cantar contentos: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia».