“Convertíos y creed en el Evangelio”. Así comienza Jesús su predicación. Y así comenzamos nosotros este tiempo de Cuaresma, como escuchamos el miércoles pasado justo antes de recibir la ceniza. Aquel día, la Liturgia nos recordaba las tres armas que debemos utilizar para luchar contra el mal: el ayuno, la oración y la limosna.
Pero antes de cualquier otra penitencia, antes de buscar cosas “extra” que ofrecerle al Señor –y que nos vienen muy bien–, tenemos que esforzarnos por rechazar el pecado. En esa línea, el Evangelio de hoy nos presenta a Jesús tentado por el demonio. Jesús era hombre verdadero, en todo semejante a nosotros menos en una cosa: Él no tenía pecado y, por tanto, tampoco sus consecuencias. La tentación no le podía venir de dentro, de sus inexistentes torceduras, y por eso le vino necesariamente de fuera.
A nosotros, las tentaciones nos pueden venir de fuera –del demonio o de otras personas–, pero también de dentro. De hecho, a veces nos apetece hacer algo malo sin que nadie nos lo proponga… ¿Cómo es posible, si estamos creados para el bien? Es posible porque, cuando pecamos, nos pasa como a los árboles de nuestro barrio tras la nevada del otro día: nos quedamos torcidos, inclinados hacia el mal. Y claro, al estar torcidos en nuestra alma, el poder de atracción del mal es más fuerte, y es más fácil caer. Todos tenemos ciertos pecados que nos cuesta más vencer por lo que sea: porque los hemos repetido muchas veces, por nuestra forma de ser, porque no nos han educado bien, por culpa de malos ejemplos…
Pues bien, el primer sacrificio que nos pide Dios en esta Cuaresma es rechazar la tentación, es decir que no a esos pecados –pequeños o grandes– que más nos suelen costar, es decir que sí a la voluntad de Dios. No entremos en diálogo con la tentación, pues ese es el camino de la perdición. Al contrario, en cuanto nos demos cuenta de que algo es malo, con serenidad pero con firmeza, digamos: “no”. Sin más. No le demos cancha al mal. Sabiendo que, cada vez que vencemos una tentación así, estamos dando una gran alegría al Señor, estamos fortaleciendo nuestra alma y consiguiendo frutos de vida eterna para todas las almas.
Aprovechemos este tiempo de gracia que es la Cuaresma. En él, Dios nos quiere ayudar especialmente a vencer esos pecados en que solemos caer, e incluso esas torceduras de nuestra alma, para que podamos volvernos a Él libres, nuevos, alegres, con todo nuestro ser. Eso es lo que significa convertirse.
Pidamos a María que seamos valientes y decididos en estos días para luchar junto a Jesús contra Satanás y contra cualquier tentación.