Toda la salvación de Jesús estamos celebrando con alegría en este tiempo de Pascua, Él ha querido dejarla en su Iglesia. Esa Iglesia Santa que el libro del Apocalipsis nos describe como “una novia adornada para su esposo”, como “la ciudad santa que baja del cielo”. No lo olvidemos: la Iglesia es santa porque Dios está en ella. La Iglesia no solo somos nosotros, y mucho menos solo el papa o los obispos o los curas, sino que es Dios con nosotros. Y por eso es santa y tiene el poder de santificar a todos los hombres. Cuando nosotros somos introducidos en la Iglesia el día de nuestro bautismo, estamos llamados a dos cosas: primero, a beneficiarnos de esa salvación, de esa riqueza que Dios ha dejado en ella. Y segundo a comunicarla a los demás.
En la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, acabamos de escuchar muchos nombres de lugares a los que los apóstoles fueron, precisamente, para comunicar esta riqueza. Ellos eran conscientes de que el Señor les había mandado predicar. Y de que, de esa predicación, dependía en parte la salvación de tantas y tantas personas. Es la forma que tiene Dios de actuar: para darnos la salvación, que es un don divino, se hizo hombre, para dárnoslo desde esa naturaleza humana. Y cuando quiere dar la salvación a los demás, se sirve de la predicación, mediante la palabra y el ejemplo, es decir, algo que nos entra por los oídos y por los ojos de manera natural. Después, Él pone el resto, que es lo más importante. ¡Cuánto te ama Dios y cuánto confía en ti al poner en tus manos la responsabilidad de transmitir la fe a los demás!
Y de entre todas las maneras de predicar, la más excelente es la que hemos escuchado a Jesús en el evangelio de hoy. San Juan, que estaba presente en la última cena, nos dice que Jesús les llama “hijitos”: una palabra llena de cariño. Luego, les dice: “Me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado… En esto conocerán que sois discípulos míos”. Amarnos como Jesús nos amó… ¿Y como nos amó? Hasta el extremo. Con un amor divino y humano. Conociéndonos a cada uno con nuestros pecados e imperfecciones.
¿Y cómo podemos amar nosotros así? Pidiéndoselo a Él. Vamos a decirle señor dame tu amor. Y el amor de Dios es el Espíritu Santo que se va a derramar sobre nosotros especialmente en Pentecostés. Por eso, en estos días de Pascua que nos quedan, vamos a decirle junto con María: “Envía Señor tu Espíritu sobre mí, sobre mi familia, sobre la parroquia, sobre toda la Iglesia, sobre todo el mundo. Que tu espíritu los purifique, los llene, nos ilumine, nos divinice”. Así, podremos cumplir el mandato del Señor y el obrará maravillas a través de nosotros.