Día de Cristo Rey. Día en que celebramos el juicio final, en el que todos resucitaremos y seremos juzgados por el Señor según nuestras obras. Me gustaría invitaros a mirar aquel día desde una perspectiva diferente: no desde nuestro punto de vista, siempre pequeño y limitado, sino desde donde mejor se ve: desde ese palco privilegiado al que nos da acceso la fe; vamos a mirarlo desde Dios.
Y, para Dios, ¿qué es el juicio final? Es la culminación de su plan amoroso sobre nosotros. Un plan que comenzó cuando nos creó a su imagen y semejanza con un fin maravilloso. La Madre Trinidad, fundadora de La Obra de la Iglesia, repite con fuerza: «Dios nos ha creado solo y exclusivamente para vivir de Él». Para participar de su riqueza, para entrar en su reino. Nos ha creado para contemplar con el Padre y saborear y llenarnos y transformarnos en su ser, que es amor, gracia, paz, justicia, vida, verdad, majestad, grandeza, concierto, armonía, perfección… Nos ha creado para cantar ese mismo ser con la voz potente del Verbo. Nos ha creado para abrasarnos en unión íntima y eterna con Dios, en el abrazo del Espíritu Santo.
Pero nosotros lo estropeamos todo con el pecado, y aquel paraíso en el que «todo era bueno» se convirtió en un valle de tinieblas, de confusión y de «oscuros nubarrones».
Sin embargo, el Señor quiso venir a buscar Él mismo a su rebaño como buen pastor. Quiso encarnarse en el seno de la Virgen María en aquel momento cumbre de la historia que fue la Encarnación. Quiso morir por nuestros pecados y resucitar para vencer a la muerte. ¿Qué sería de nosotros si el Señor no nos buscara, si no nos recogiera, si no nos perdonara, si no tuviera paciencia con nosotros?
Qué bueno es el Señor, que en su Iglesia y por su Iglesia, grita hoy a todos los hombres: ¡Venid a mí, entrad en la Iglesia, entrad en mi reino! Cuando nosotros escuchamos la voz de la Iglesia y dejamos que Dios entre en nuestra vida a nivel personal, familiar y social, Él puede realizar en nosotros su obra, y entonces producimos frutos abundantes para gloria de Dios y para el bien de nuestros hermanos, como los que nos dice el Evangelio de hoy. Pero si no dejamos espacio a Dios, si no escuchamos la voz de su Iglesia, entonces nos perdemos, nos confundimos cada vez más y terminamos por caer en el egoísmo, la injusticia y el odio.
Hay una palabra que utiliza Jesús al final del Evangelio que nos tiene que hacer pensar seriamente. Es la palabra «eterno» o «eterna». «Fuego eterno y vida eterna», dice. ¿Qué te gustará haber hecho en aquel día? ¿En qué grupo te gustará estar? Hermanos, ahora estamos a tiempo.
Que María, Madre de Jesús y Madre nuestra, nos alcance la gracia de decir siempre que sí al plan de Dios. Así, su reino se reflejará en nuestra vida personal, familiar y social. Y así escucharemos de Jesús: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo».