Aprovechando el Jueves Santo, os escribo esta carta sobre la Eucaristía. Quiero que para nosotros sea un compromiso vivir de la Eucaristía. Gracias a ella la Iglesia renace de nuevo. Qué bueno es sentir a la Iglesia como una red: la comunidad cristiana, en la que recibimos al mismo Señor, nos transformamos en un solo cuerpo y abrazamos a todo el mundo. Esto tiene una trascendencia fundamental para la vida de los hombres y para cambiar la historia. Ojalá siempre viviésemos lo que el Señor, en esa comunión con nosotros, engendra en nuestras vidas. Él hace posibles esas palabras que tantas veces hemos oído: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí». Es al Señor a quien dejamos actuar en nosotros: hacemos presente y regalamos su amor, su verdad, su justicia, su paz… Esto cambia el mundo. Aun con las incoherencias y defectos que tenemos cada uno, alimentar nuestra vida de Cristo Eucaristía transforma el mundo. Cambia nuestra vida, damos de lo que hemos recibido, damos de la vida de Cristo de la que nos alimentamos.
¡Qué maravilla descubrir la Eucaristía y ver que es el corazón de la Iglesia y de la vida cristiana! Como nos dijo el Papa san Juan Pablo II, «la Iglesia vive de la Eucaristía». Los discípulos de Cristo, con las distintas maneras de expresarnos que tenemos, vivimos de la Eucaristía: las familias cristianas que son pequeñas Iglesias domésticas, las parroquias, las pequeñas comunidades, los grupos apostólicos… ¡Qué bueno es contemplar a Cristo en la Eucaristía! Él se nos da, se nos entrega, nos edifica como su cuerpo. La Iglesia tiene la posibilidad de hacer la Eucaristía y la raíz está en la donación que Cristo hizo de sí mismo.
¿Os habéis dado cuenta de que es en la Eucaristía donde se realiza el proyecto de amor más grande para la redención del mundo? Jesús hace su entrega para la redención de la humanidad. Como también subrayaba san Juan Pablo II, «la Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no solo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación» (Ecclesia de Eucharistia, 11).
Cuando celebramos la Eucaristía hacemos como los primeros cristianos que, según recoge los Hechos de los Apóstoles, «perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). ¡Qué relato más profundo! Se dan estas características que nos posicionan en el mundo de una manera singular a los discípulos de Cristo: la fe, la predicación apostólica, el alimentarse con el partir el pan y la oración, y la preocupación por la construcción de la fraternidad y el servicio a los demás, muy especialmente a quienes más lo necesitan.
Recuerdo la carta que, con motivo del año 2000, nos escribió el Papa san Juan Pablo II, Novo millennio ineunte. Yo era obispo de Orense y señalaba algo muy importante para la vida y la misión de la Iglesia: «Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de la Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía), que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. […] Hace de todos nosotros “un solo corazón y una sola alma”». Y puedo añadir, sin dudarlo, que tampoco puede faltar la caridad; si falta esta, todo es inútil. Como han detallado santos como san Agustín, santo Tomás de Aquino o san Alberto Magno, siguiendo todos las huellas de san Pablo, la Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia.
¡Qué maravilla contemplar la Cena del Señor! Cuanto más la contemplamos, más vemos. En ella nació la Iglesia. En aquel lugar Jesucristo manifiesta el amor más grande que siempre impulsa a dar la vida. Me gusta ver y contemplar el lavatorio de los pies en el contexto eucarístico en el que se realiza; en él nos deja el mandamiento del amor, pero este mandato solamente es posible unidos a Él y, por eso, se queda entre nosotros en la Eucaristía.
En este momento que vive la humanidad, donde hay conflictos y las divisiones son manifiestas, vuelvo al apóstol san Pablo cuando dice que «el amor de Cristo (la caridad) no acaba nunca». La Eucaristía nos une a todos los que participamos en ella y nos alimentamos de ella. Cuando hay alguna división entre nosotros, nos reclama y nos llama e invita al amor, a difundirlo, a concederlo… En la Eucaristía nos convertimos con Cristo en pan partido para la vida del mundo. Gracias a la Eucaristía acabamos por ser cambiados misteriosamente.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid