Homilía: 22º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)

“Todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido”. Así nos invita Jesús hoy a buscar una de las virtudes más importantes de nuestra vida: la humildad.

En la parábola, Jesús está ejemplificando lo que pasa cuando un hombre busca una grandeza humana que no le corresponde: al final, el Señor pone a cada uno en su sitio. Pero fíjate qué pedagogía la suya, que nos presenta la humildad como algo lógico y atrayente. De hecho, ¿no nos pasa a todos que nos sentimos atraídos por las personas humildes y alegres, y en cambio, experimentamos repulsión ante aquellas que son altivas, prepotentes, que siempre quieren tener la razón, que siempre están hablando de sí mismas, que se sienten superiores a los demás?

Además, la Palabra de Dios está llena de pasajes en los que se subraya la importancia de la humildad: la parábola del publicano en el templo, el episodio del centurión que no se siente digno de que Jesús entre en su casa para curar a su hija, la acción de gracias de Jesús porque el Padre revela sus secretos a los pequeños, la frase en la que nos invita a que aprendamos de Él, que es manso y humilde de corazón, o las palabras de la primera lectura de hoy: “Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres y te querrán más que al hombre generoso”, “Él revela sus secretos a los mansos”… Por todo ello, ¡qué importante es la humildad!…

Pero, por otro lado, todos somos, al menos, un poco soberbios. Nos descubrimos muchas veces buscando los primeros puestos, creyéndonos el ombligo del mundo, dándonos vueltas todo el día, despreciando o envidiando a los demás… ¡Qué difícil es ser humilde! De hecho, desde Adán y Eva, la soberbia está presente en el corazón del hombre.

Ante todo esto, ¿cómo avanzar en la humildad? Lo primero es entenderla bien. La humildad no es sentirme el peor ni negar los dones o talentos que tengo, llegando a veces a ser o ridículo o hipócrita; eso se llama falsa humildad. “¡La humildad es la verdad!” como dice la Madre Trinidad. Es reconocer, primero, que Dios es el Creador y la fuente de todo lo que existe, mientras que a Él nadie lo ha creado ni le ha dado nada; por eso decimos que Dios es el Todo. Y, segundo, que yo soy una criatura, que no es fuente ni origen de mí misma, sino que ha recibido la existencia y todo lo que es y tiene de Dios. Por eso podemos decir que, por mí mismo, yo soy la nada. Pero, además, Dios es mi Padre bueno que me ha creado para que sea feliz con su misma felicidad, y me ha llenado de dones para cumplir este fin grandioso.

Por eso, si busco el reconocimiento de los demás en cada cosa que hago, si espero como única recompensa el prurito de hacer las cosas bien, si aspiro a grandezas mundanas por creer que en ellas está la felicidad, si me miro demasiado para complacerme o para despreciarme, si humillo a los demás o los ataco o los envidio para ser el primero y tener siempre la razón… Si hago eso, entonces, me estoy equivocando, estoy apuntando mal, porque todo eso son falsas promesas de felicidad que nunca me llenarán. De hecho, el soberbio vive triste, amargado, cegado, iracundo… Mi verdadera felicidad adonde tengo que apuntar, mi verdadera grandeza es ser Hijo de Dios. No hay nada más grande.

De ahí que lo lógico por mi parte sea reconocer mi dependencia de Dios y acudir a Él confiado para pedirle todo lo que necesito; alegrarme en todos los dones que me ha dado, agradecérselos sin cansarme y ponerlos en práctica para su gloria y el bien de mis hermanos; amar su obra en mí, en los demás y en la creación. El humilde vive alegre, en paz, en mansedumbre.

Y, una vez entendido mejor la virtud de la humildad, necesitamos pedírsela diariamente a Dios. Sin rendirnos. Vamos a hacerlo por intercesión de la Virgen María, la humilde esclava del Señor.