Homilía: 21º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)

“Señor, ¿son pocos los que se salvan?”, le preguntó uno a Jesús. Probablemente, sea esta una pregunta que nos gustaría hacer a todos, especialmente referida a cada uno en particular. Pero Jesús no responde para satisfacer la curiosidad, sino para enseñarnos la cruda realidad.

Una realidad que a veces podemos idealizar. Si nosotros pensamos que somos los dueños de nuestra vida, que somos buenos, que nos merecemos todo lo bueno “por defecto”, entonces nos estamos situando en una realidad que solo existe en nuestra mente. Es como si pensáramos que aún estamos en el paraíso terrenal, donde no existía nada malo. Y, claro, si partimos de esa base, en cuanto nos pasa algo malo, estamos tentados de echarle la culpa a Dios y decirle: “Pero, ¿qué he hecho yo para merecer esto? ¿Pero por qué me mandas tal o cual cosa?”, o incluso de separarnos de Él pensando que no nos ama o que ni siquiera existe…

El problema, por tanto, es de base, de punto de partida, de contexto, de comprensión de la realidad. Por desgracia, ya no estamos en el paraíso terrenal… Nuestra realidad está profundamente dañada por el pecado original y sus consecuencias: hemos perdido esa especial protección que Dios dio a nuestros primeros padres y hemos quedado profundamente heridos, estamos expuestos al dolor, la enfermedad, la ignorancia, la concupiscencia o atracción al mal, la muerte… Además, nuestro mundo está de alguna manera sometida al dominio del maligno (“todo entero yace en poder del maligno”, dice san Juan en su primera carta).

Esta es la realidad en la que nos tenemos que situar. Una realidad a la que el mismo Dios quiso venir, encarnándose para cargarla toda sobre sus hombros y redimirla a través del amor misericordioso, de la obediencia y del sufrimiento. “Dios no nos ha abandonado al poder de la muerte”, pero le ha costado mucho redimirnos. No ha eliminado las consecuencias del pecado porque son las consecuencias (y el riesgo) de habernos hecho libres, y Él no renuncia a nuestra libertad.

Teniendo en cuenta este contexto realista de nuestra vida, podemos entender mejor el mensaje de Jesús de hoy: “Esforzaos”. Él ha vencido al maligno, al pecado y a sus consecuencias. Y ahora nos pide que nos unamos a Él, que confiemos en Él, que lo sigamos obrando el bien. Nos está diciendo: “Yo he vencido, únete a mí”. Pero este aviso del Señor tiene una crudeza y una urgencia graves. Podíamos decir: ¡Atención!, que nadie está ya salvado mientras camine aún en la tierra, que podemos perder la vida eterna, que estamos en lucha, que solo Él puede salvarnos, y que es necesario pasar por el sufrimiento para llegar a la gloria.

Pidamos a María, Madre del Amor Misericordioso, nos conceda tomarnos en serio esta advertencia de Jesús y, al mismo tiempo, confiar plenamente en Él.