Homilía: 18º Domingo del Tiempo Ordinario (ciclo C)

La primera lectura del libro del Eclesiastés analiza con mucho sentido común que el fruto de los trabajos de toda una vida al final se los lleva a otro que no he trabajado por él. En esa misma línea, Jesús nos habla, en la parábola del Evangelio, de ese hombre rico que construyó graneros más grandes porque había tenido una estupenda cosecha, pero no los pudo aprovechar porque se murió. ¿Qué nos está queriendo decir aquí el Señor? Nos está hablando de cómo tenemos que buscar y utilizar las riquezas materiales. Y, en esto, tenemos dos peligros, porque podemos desviarnos a derecha o a izquierda del camino recto que Él nos marca.

El primer peligro es la codicia, o sea, el pensar que las riquezas materiales pueden darnos la felicidad. Si asumimos este principio, entonces dedicaremos todos nuestros esfuerzos a conseguir mucho dinero, porque claro, así seremos más felices… Pero esto es un gran engaño. Lo vemos en las personas que son ricas y famosas: siempre quieren más, terminan gastándose el dinero en excentricidades, en lujos excesivos, y aun así no son felices. Esto es porque nuestra alma tiene una capacidad tan grande, que solo Dios puede llenarla. De hecho, aunque poseyéramos todo el mundo y todo el universo, no seríamos felices. Por eso, la codicia es un gran engaño, y por eso, el Señor nos advierte del peligro de dejarnos llevar por ella. ¡Cuidado, porque la sociedad de hoy nos tienta mucho en este sentido!

El segundo peligro es irnos al otro extremo, es decir, pensar que los bienes materiales son malos, y preocuparnos exclusivamente de lo espiritual. Normalmente, de esto estaremos menos tentados que de la codicia, pero también se puede dar en nosotros una despreocupación por trabajar, por estudiar, por desarrollar mediante el esfuerzo las capacidades que Dios nos ha dado, por prosperar ordenadamente. Fíjate que el salmo dice: “Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. Sí, haga prosperas las obras de nuestras manos”. Nos está diciendo por dos veces que Dios quiere que prosperemos, porque quiere nuestro bien como como Padre bueno: en lo espiritual y en lo material. Él quiere que vivamos bien, que dominemos la creación, que trabajemos por mejorar este mundo, que sirvamos a nuestros hermanos, que desarrollemos las capacidades que él nos ha dado para llegar a ser ese “yo” que Él ha pensado para cada uno de nosotros. En expresión del propio Jesús: “Ser ricos ante Dios”. Por eso, tenemos que pedirle que nos ayude a prosperar y a mejorar en la vida pero, y aquí viene lo importante, sin poner en esa prosperidad material nuestra expectativa de felicidad, sino solo en Él.

Que María interceda por nosotros para alcanzar todos los bienes materiales y espirituales que Dios quiere para nosotros, poniéndolos en ese equilibrio que nos da la búsqueda el cumplimiento de la voluntad de Dios. Así, caminaremos por esta vida con la bendición divina y con la mirada puesta en los bienes definitivos que nos esperan “allá arriba”, en el cielo.