En esta parábola preciosa del buen samaritano, que Jesús cuenta a ese maestro de la ley que quería justificarse, porque veía difícil cumplir los mandamientos de la ley de Dios, podemos fijarnos en 3 personas:
La primera es Jesús. Él es el Buen Samaritano. Él es quien se acerca a ese que ha sido desnudado, molido a palos y dejado medio muerto, que es el hombre después de haber pecado. Se acerca porque Él es bueno y compasivo. Se acerca y cura sus heridas, lo perdona, lo salva. Después, lo lleva a la posada y dota a esta con los bienes necesarios para que lo cuide, lo siga curando, los siga salvando hasta su vuelta. Esta Posada es la Iglesia, que tiene en sí la riqueza dada por el mismo Cristo para salvar a los hombres. Por tanto, miremos a Cristo y sorprendámonos de su amor, que se sigue derramando en su Iglesia.
En segundo lugar, nos debemos fijar en cada uno de nosotros. El buen samaritano es el hombre en general, pero soy también, eres también tú. Esto es muy importante. Tenemos que sentirnos curados, perdonados y salvados por Jesús, porque esta es la realidad. No podemos sentirnos ya perfectos, ya curados, ya salvados. Todos tenemos pecados. Todos tenemos heridas que la vida nos va haciendo. No vale decir: “como yo ya llevo 50 años viniendo a misa todos los domingos…” o “como yo ya llevo 12 años de sacerdote…” o “como ya llevo 30 años consagrado a Dios…”, pues ya no necesito que el Señor me cure o me perdone o me salve. Cuidado, porque a veces vivimos como si ya no lo necesitáramos. Y cuando esto pasa, cuando dejamos de experimentar en nosotros la necesidad de la curación y el perdón de Dios, entonces nos volvemos insensibles al sufrimiento de los demás.
Finalmente, debemos fijarnos en el prójimo para cumplir el mandato de Jesús del final del Evangelio: “Anda, haz tú lo mismo”. Nosotros como bautizados, estamos llamados a ser también compasivos con los demás: a acercarnos a ellos, a escucharlos, a mirar y comprender sus heridas, conscientes de que, a través de nosotros, el Señor quiere obrar maravillas. Sobre todo los que tenéis personas a vuestro cargo, pensad si estáis actuando con ellas con esa compasión de Jesús, con esa paciencia, con ese comprender que, si se están comportando mal, a lo mejor es porque están heridas o están sufriendo –nosotros también nos comportamos mal cuando estamos heridos, y luego nos arrepentimos…– por eso, no se trata solo de exigir un buen comportamiento sino de ver si hay heridas. Dios mismo nos pide mucho, pero primero nos cura; hagamos nosotros lo mismo.
Por todo ello, pidamos a María que nos alcance un corazón humilde y compasivo. Que, así como Jesús es el Buen Samaritano y la Iglesia, podríamos decir, la Buena Samaritana, así también cada uno de nosotros podamos ser un pequeño buen samaritano