Gracias por vuestro ministerio sacerdotal

¡Cuántas cosas hemos vivido durante la pandemia! Y ahora que se acerca la fiesta de san Juan de Ávila, quiero agradeceros públicamente lo que muchas veces os dije cuando me encontré con vosotros: gracias por vuestro ministerio; habéis estado a la altura que Nuestro Señor nos pide que estemos en todos los momentos de nuestra vida. Unidos a Pedro, hoy Francisco, escuchamos: «apacienta mis corderos», «apacienta mis ovejas». En este tiempo de dificultades, nunca olvidasteis vuestra entrega total como pastores. Gracias por vuestro ser, estar y hacer en nombre de Cristo, por vuestra completa solidaridad con todos, por repartir, entregar y vivir la misericordia. Qué bien habéis escuchado las palabras Jesús: «Id y enseñad a todas las gentes». Y lo habéis hecho con vuestra vida entregada, estando al lado de todos y no guardándoos para vosotros mismos. Gracias.

En este tiempo, vivir sirviendo y amando a la comunidad cristiana, ponernos al servicio de todos y muy especialmente de los que más necesitaban, ha requerido esfuerzo y creatividad. Pero hoy damos gracias a Dios porque hemos tenido la oportunidad de estar más juntos y dedicarnos a lo más apasionante y que define nuestra vida: anunciar al Señor, entregar su Palabra, dejarnos hacer por ella, experimentar y hacer experimentar su presencia real en medio de nosotros. El plan para resucitar del Papa ha sido ocasión para sentirnos responsables todos, para descubrir que nuestro ministerio constituye por sí solo un programa apasionante: exige una manera de comportarnos, de no favorecer nunca la división, de promover siempre la armonía, la reconciliación, la paz y el entendimiento fraterno.

De la lectura de los escritos de san Juan de Ávila podemos decir, sin dudar, que el Señor que nos ha reunido en la fidelidad y en el servicio a esta Iglesia, pone en nuestro corazón el espíritu del amor mutuo. Es precisamente este amor el que nos empuja a todo el presbiterio diocesano a conocernos y a comunicarnos los dones que el Señor concede a cada uno en la fe. Y es precisamente este intercambio el que nos estimula a valorarnos y querernos más. Así caminamos hacia esa comunidad de amor mutuo, hacia esa comunión sacerdotal que se expresa de manera especial en la Misa Crismal que el obispo celebra con sus presbíteros.

Hay unas palabras que siempre me han impresionado: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!» (Sal 95, 7). Nos llaman a vivir en la escucha de la Palabra de Dios, meditarla, interiorizarla, profundizar en lo que dice en nuestra vida y vivirla. Quizá en ningún momento como en este de la pandemia hemos sentido tanta necesidad de encontrar luz, seguridad, vida y encuentro. Creo que hemos entrado de una manera clara en el camino de la nueva evangelización, como le gustaba decir al Papa san Juan Pablo II, y que luego nos han invitado a recorrer Benedicto XVI y Francisco.

Meditando algunos textos de san Juan de Ávila en estos días y viendo la importancia que tiene la acogida de la Palabra, he recordado dos momentos de mi vida. En primer lugar, he rememorado mi ordenación episcopal, cuando estaba arrodillado y se puso sobre mi cabeza durante un rato largo el libro de los Evangelios. Era la imagen de quien recibe sobre sí mismo e integra en su vida la enseñanza evangélica para después proclamarla a los demás. Hoy le doy las gracias al Señor y vuelvo a pedirle que me ayude en este compromiso que asumí. En segundo lugar, viene a mi mente esa pregunta que, una vez concluida la homilía de vuestra ordenación sacerdotal, os hicieron a todos vosotros, queridos sacerdotes, para que manifestaseis vuestra voluntad de acceder al ministerio sacerdotal y de vivirlo según la Iglesia. Os decía el obispo y así os he dicho a muchos de vosotros que he ordenado aquí en Madrid: «Queridos hijos, antes de entrar en el orden de los presbíteros debéis manifestar ante el pueblo vuestra voluntad de recibir este ministerio». Y entre otras preguntas se os hacía esta: «¿Realizaréis el ministerio de la Palabra, preparando la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica con dedicación y sabiduría?». Y con todas vuestras fuerzas dijisteis: «Sí, lo haré». Gracias por vuestra coherencia.

En la homilía de mi llegada a la archidiócesis os decía: «Caminemos todos juntos, seamos imagen viva del Pueblo de Dios peregrinando». Os lo sigo diciendo. La vida cristiana tiene siempre una situación de itinerancia. ¡Qué bella ha sido vuestra vida acompañando en estos momentos de pandemia a todos los hombres! ¡Qué belleza tiene la misión del sacerdote! ¡Qué belleza tiene nuestra misión! Tenemos que ser maestros de la fe, heraldos de la Palabra, testigos de Cristo. Jesús resucitado confió a los apóstoles la misión de hacer discípulos a todas las gentes, enseñando a guardar todo lo que Él mismo había mandado. A toda la Iglesia ha encomendado la tarea de predicar el Evangelio a los hombres y esto es algo que durará hasta el final de los tiempos. Es esta convicción la que llena el corazón del apóstol san Pablo: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9, 16).

Para todos nosotros el anuncio de Cristo ocupa siempre el primer lugar. El obispo debe ser el primer predicador del Evangelio con la palabra y con el testimonio de vida. Ayudadme a vivirlo así. Y esto mismo incumbe a los presbíteros que, viviendo en comunión con él y entre sí, anunciamos a Jesucristo. Vivimos conscientes de los desafíos que el momento actual lleva consigo y tenemos la valentía de afrontarlos; esa valentía que nos da el mismo Jesucristo y que alienta el Espíritu Santo permanentemente. Tengamos siempre el atrevimiento y el coraje de acercar la Palabra al corazón de todos los hombres.

Queridos hermanos sacerdotes, gracias de corazón por tener la valentía de sumergirnos y acompañar a los cristianos y a todos los hombres para conocer la Verdad. Cristo es el corazón de la evangelización, cuyo programa se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene en cuenta el tiempo y la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz.

Desde el proyecto evangelizador que hemos iniciado en nuestra Iglesia diocesana y que este año tiene una marca: «Quiero entrar en tu casa», os acerco estas convicciones que creo son fundamentales para nuestro ministerio sacerdotal:

1. Bienaventurados si nos urge liberar, iluminar la oscuridad en la que la humanidad va a ciegas. Jesús nos ha mostrado cómo puede suceder esto: «Si permanecéis en mi Palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).

2. Bienaventurados si descubrimos la presencia amorosa de Dios a través de su Palabra, esa antorcha que disipa las tinieblas del miedo e ilumina el camino, también en los momentos más difíciles.

3. Bienaventurados si la meditación de la Palabra desemboca en una vida coherente de adhesión a Cristo y a su Iglesia.

4. Bienaventurados si quienes escuchan la Palabra de Dios y se remiten siempre a ella ponen su propia existencia sobre un sólido fundamento: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca» (Mt 7, 24).

5. Bienaventurados si la Escritura no se lee en un clima académico, sino orando y diciendo al Señor: ayúdame a entender tu Palabra, lo que quieres decirme en esta página.

6. Bienaventurados si la Sagrada Escritura nos introduce en la comunión con la familia de Dios. Hay que leerla en la gran compañía del Pueblo de Dios peregrino, es decir, en la Iglesia.

7. Bienaventurados cuando descubrimos que la credibilidad del Evangelio y la eficacia de la labor apostólica dependen, en gran parte, de la unidad de los pastores, llamados a formar un solo presbiterio, sean cuales sean el puesto y las responsabilidades de cada uno. Esto nos lo ha pedido el Señor: «Sed uno».

8. Bienaventurados cuando descubrimos que nuestra misión es la misión de Cristo. ¿Cómo ser sacerdote sin compartir el celo del Buen Pastor? No perdamos nunca de vista para qué hemos sido ordenados: «Sean honrados colaboradores del orden de los obispos, para que, por su predicación y con la gracia del Espíritu Santo, la Palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres, y llegue hasta los confines del orbe».

Con gran afecto, os bendice en la memoria de san Juan de Ávila,

+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid