Santos: Eduardo, rey; Fausto, Jenaro, Marcial, Florencio, Colmano, Adrián, Marcelo, mártires; Teófilo, Rómulo, Imperto, Bertoaldo, Antonio, Simberto, obispos; Celedonia, virgen; Gerardo, conde; Leobono, eremita; Carpo, confesor; Venancio, Gerbrando, abades; Daniel, Ángel, Donulo, Nicolás, Hugolino, Samuel y compañeros mártires de Ceuta; Lucas, Congan, monjes; Luvencio, presbítero.
Presentar como excusa para nuestra vida mediocre aquello de que los tiempos no son buenos o que las circunstancias presentan su cara adversa, y apoyarse en los manidos dichos para afirmar que así no es posible buscar y conseguir la santidad hoy y ahora, no deja de ser un recurso vulgar tras el cual se esconde la pereza para vivir las virtudes cristianas o la falta de confianza en Dios que lleva al desaliento.
De hecho, ni los tiempos en sus usos y costumbres, ni las circunstancias personales facilitaban lo más mínimo la fidelidad cristiana de Eduardo. Nace en Inglaterra en el año 1004, casi con el siglo XI, cuando las incursiones navales de los piratas daneses o escandinavos son causa de numerosos atropellos sangrientos y de represalias aún más crueles. El pueblo sufre desde hace tiempo violencia; está en vilo soportando la ignorancia y pobreza. Los palacios de los nobles están preñados de envidia, ambición y deseos de poder; en el lujo de sus banquetes se sirve la traición.
El mismo Papado en lo externo es ,en este tiempo, más un signo de miseria que un motivo de emulación. La Iglesia de Roma tiene sus basílicas en ruinas, en la elección del Pontífice intervienen los intereses políticos y militares a los que se paga a su tiempo la cuota de dependencia. Hace falta una reforma que por más evidente no llega. Incluso el cisma de Oriente está a punto de producirse y lastimosamente se consuma. Nunca faltó la ayuda del Espíritu Santo a su Iglesia indefectible, pero hacía falta fe teologal para aceptar el Primado, sí, una fe a prueba de cismas y antipapas.
Con diez años tiene que huir Eduardo de Inglaterra, pasando el Canal, a la Bretaña o Normandía donde vivirá con sus tíos –hermanos de su madre– los Duques de Bretaña, en la región por aquel entonces más civilizada de Europa. Allí, al tiempo que crece en su destierro, va recibiendo noticias de la ocupación, saqueo y tiranía del rey Swein de Dinamarca. También de la muerte de su padre, el rey Etelberto, y de su hermano Edmundo, que era el príncipe heredero. ¡Claro que su madre Emma llora estos sucesos! Pero un buen día lo abandona, partiendo misteriosamente; se ha marchado para hacerse la esposa de Knut, el nuevo usurpador danés. Tiene Eduardo 15 años y sigue escuchando los consejos de los monjes en Normandía; ya es un regio doncel exilado que se inclina en la oración al buen Dios. A la muerte de Knut, los ingleses le proponen la corona de Inglaterra, pero, cuando está a punto de disfrutar del cariño de sus súbditos, le traiciona su madre que quiere el trono para el hijo nacido de Knut; él no quiere un reino ganado con sangre y regresa a Normandía. Los leales súbditos piden una vez más su vuelta y la de su hermano Alfredo; pero es una trampa, Alfredo es asesinado.
Llega a ser rey a los cuarenta años, después de una larga, fecunda y sufrida existencia. Es la hora del heroísmo. No alimenta odio. Está lleno de nobleza y generosidad. Contrae matrimonio con Edith, hija del pernicioso, intrigante y hábil duque de Kent. Relega al olvido el pasado, perdona y no castiga. Se dedica a gobernar. A su madre la recluye en un monasterio. Se entrega a buscar el bien de sus súbditos. De Normandía importa arte y cultura. Como su vida es austera, la Corona se enriquece y pueden limitarse los impuestos. Su dinero es el erario de los pobres. Dotó a iglesias y monasterios de los que Westminster es emblema.
Hoy, a la distancia de casi diez siglos, aún Inglaterra llama a su Corona ‘de San Eduardo’.
No lo tuvo fácil, ¿verdad? Recuerdo ahora ese maravilloso refrán castellano que dice: ‘Todos los días son buenos para alabar a Dios’.