Quiero acercar a vuestra vida en esta Cuaresma la necesidad que tenemos de la oración, de ese diálogo con Dios, conscientes de que nos ama y nos escucha. Hace dos años os proponía a la Iglesia que camina en Madrid, en el Plan Diocesano de Evangelización, el texto precioso de Marcos 10, 46-52: nos pone delante de nosotros a un ciego, Bartimeo, que se sienta a mendigar a las afueras de la ciudad. Un día oye que Jesús pasa por allí y se sitúa al borde del camino para esperarlo. Bartimeo no ve, no sabe si Jesús está cerca o lejos, pero se pone a gritar: «Hijo de David». Al decirlo reconoce que pasa el Mesías. Es un hombre despreciado por todos, al que intentan callar, pero Jesús escucha este grito que toca su corazón. Le pide: «¡Haz que recobre la vista!». Qué belleza tienen las palabras de Jesús: «Vete, tu fe te ha salvado». La fuerza de la oración atrae la misericordia y el poder de Dios.
Recuerdo a mi abuela cuando de pequeños rezábamos con ella y nos decía: «Levantad las manos, Dios nos escucha siempre». Cuando uno se hace mayor y mira hacia atrás, tiene que decir que la abuela tenía razón. Porque de alguna manera la fe es un grito. Quienes no tienen fe no gritan, se creen que se bastan a sí mismos, ¿no veis cómo las gentes que estaban por allí mandaban callar a Bartimeo? No nos dejemos silenciar. Dios viene en nuestra ayuda; demostremos que la fe nos hace levantar las manos y dirigirnos a quien sabemos que nos ama y que nunca nos abandona, a quien sabemos que nos da lo que necesitamos. En medio de tantas oscuridades como hay hoy, tengamos la valentía de gritar al Señor y decirle como Bartimeo: «¡Jesús, ten compasión de mí!». Hoy, como siempre, el ser humano ha de sentirse mendigo de Dios, necesitado de Dios. La oración no es patrimonio de unos pocos, pertenece a todos; nace siempre en el secreto de nuestro corazón. Todos los corazones en algún momento de la vida rezan. Pude entrar en conversación con unas personas sin hogar que suelen sentarse en los bancos que hay frente a mi casa. No recuerdo cómo salió el tema de pedir a Dios algo. Y uno de ellos, sin avergonzarse, dijo con seriedad: «Yo todas las noches en la calle, que es donde vivo, antes de taparme con la manta me dirijo a Dios diciéndole: “Ayúdame”». Dios siempre nos espera y nos acompaña.
En el corazón de todo ser humano resuenan esas palabras del salmo 27, 8: «Buscad mi rostro». No lo digo de memoria: a lo largo de mi vida me he encontrado con muchas personas que han escuchado estas palabras en lo más hondo de sí mismas. Es más, en estos momentos que estamos viviendo, hay muchos que escuchan estas palabras. No tengamos miedo, no estamos solos. Dios da el primer paso, es Él quien nos incita a permanecer en su presencia, a invocarlo. La invitación del Señor a encontrarnos con Él se dirige a cada uno de los seres humanos en cualquier situación en la que se encuentre; solamente se requiere tomar esa decisión de dejarnos encontrar por Él. ¡Qué palabras nos dice el Papa Francisco tan elocuentes y verdaderas! «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso […]. Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos […]. Este es el momento para decirle a Jesucristo: Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Recátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más en tus brazos redentores» (Evangelii gaudium, 3).
Este pasado domingo, mientras rezaba el ángelus en la plaza de San Pedro, por un momento vinisteis a mí y pensé en todos vosotros. Había celebrado la Misa y meditado el Evangelio de la Transfiguración. Allí le pedí al Señor que juntos sintiésemos el gusto de aceptar la invitación del Señor de subir a la montaña con Pedro, Santiago y Juan, pues estamos necesitados de escuchar en lo más hondo de nuestro corazón las palabras que ellos oyeron: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo». Y la montaña no está fuera sino dentro de nosotros. Estamos llamados a participar en el misterio de la Transfiguración, a ser transfigurados, a llegar a la plenitud de la vida. A llevar a los lugares donde vivimos y habitamos la Transfiguración, a eliminar las tinieblas y la oscuridad. Por nosotros mismos muy a menudo no podemos hacerlo, pero sí podemos con la fuerza de la oración, donde Dios mismo hace posible lo que nos parece imposible. Es la hora del diálogo con Dios, es la hora de la oración. Es el momento oportuno para orar y poder decir: «Maestro, qué bueno es que estemos aquí», pero llenos de Dios y viviendo en diálogo con Él siempre. Pidamos a Dios que a todos los seres humanos que sufren, que viven en la desesperanza, la pobreza, el hambre o la violencia, venga la fuerza de Dios y que sientan que somos hijos amados de Dios.
Conviértete al diálogo con Dios, a la oración, viviendo estas bienaventuranzas:
1. Bienaventurado: has sido creado para vivir en una apertura habitual a Dios y has de expresarlo mediante la oración y la adoración.
2. Bienaventurado: tienes necesidad de comunicarte con Dios, no puedes asfixiarte cerrándote en este mundo. En lo profundo de ti mismo existe un suspiro por Dios, un deseo de salir de ti mismo ampliando los límites de tu vida.
3. Bienaventurado: hay un deseo de Dios en el corazón del ser humano que no puedes disimular, está apegado a tu corazón. Con santa Teresa de Jesús descubre lo que es la oración: «Tratar de amistad estando muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama».
4. Bienaventurado: pasa ratos escuchando al Señor, busca siempre el aliento de su Palabra, aprende de Él, ponte en su presencia en silencio, no tengas prisas, déjate mirar por Él…
5. Bienaventurado: la verdadera oración no separa de la realidad; al contrario, te hace ver la belleza que puede dar Dios a esa realidad.
6. Bienaventurado: la oración es un acto de confianza en Dios y es expresión también de amor al prójimo. La verdadera oración te hace vivir el mandamiento de Jesús: amor a Dios y amor al prójimo.
7. Bienaventurado: como recoge la Biblia, «este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo» (2 M 15, 14).
8. Bienaventurado: haz siempre una lectura orante de la Palabra de Dios; tiene poder en sí misma para transformar la vida.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid