Santos: Victorino y Víctor, Nicéforo, Claudio, Diodoro, Serapión, Papías, Donato, Justo, Ireneo y Daniel, mártires; Félix III, papa; Tarasio, patriarca; Regino, obispo y mártir; Toribio Romo González, sacerdote y mártir; Cesáreo, Avertano y Romeo, Valerio y Bonelo del Bierzo, confesores; Valberga, Aldetrudis, abadesas; salesianos mártires en Li-Thau-Tseul: Luis Versiglia, obispo, y Calixto Caravario, sacerdote; Lorenzo Bai Xiaoman, seglar mártir de China.
México –concretamente la archidiócesis de Guadalajara– poseerá en breve uno de los templos con mayor capacidad para el culto de la Cristiandad. Su rector, monseñor Óscar Sánchez Barba, ha declarado que los planos están pensados para dar cabida a 20.000 fieles. Será el «Santuario de los Mártires». El día 25 de octubre del año 2000, el mismo año de la canonización de un numeroso grupo de ellos por el papa Juan Pablo II, fue bendecida ya la primera piedra en ceremonia presidida por el Cardenal Juan Sandoval Íñiguez, Arzobispo de Guadalajara, cuna de la mayoría de los mártires de la persecución religiosa mexicana.
Al margen de las lecturas sociológicas o políticas que indudablemente se suscitarán ante la erección del Santuario, que ciertamente tendrá las medidas de lo monumental, es claro que su construcción supone un reconocimiento agradecido de la Iglesia mexicana a la muchedumbre de mártires que dieron su vida por la fe en Cristo, una coherencia que ennoblece a toda la nación mexicana por el incondicional amor a Dios y servicio a los hermanos que hicieron estos campeones de la fe. Además, tendrá para los millones de bautizados un valor de testimonio permanente que ayude a vivir con fidelidad todas las consecuencias e imperativos del ser católico en cualquier circunstancia, al tiempo que entronca con las seculares raíces del pueblo mexicano al margen de las convulsiones con las que la historia sacude temporalmente a los pueblos.
El Santuario servirá para la piedad de los católicos que es un exponente del amor a Dios: si se le ama, se le reza. Y como no se ama algo o a alguien sin conocerlo, el amor a Dios presupone su conocimiento: ese saber profundo que da la fe, que se vive y se celebra en la Iglesia católica.
Toribio fue un sacerdote de Jesucristo, suyo, muy suyo; joven enamorado. Duró poco su labor. Todo lo hizo en poco tiempo. No hacía falta más… su labor continúa hoy.
Había nacido en Santa Ana de Guadalupe, perteneciente a la parroquia de Jalostotitlán, Jalisco, diócesis de San Juan de los Lagos, el 16 de abril de 1900.
Lo nombraron Vicario con funciones de párroco en Tequila, Jalisco, archidiócesis de Guadalajara.
Se le conoció como sacerdote de corazón sensible, de oración asidua. Apasionado de la Eucaristía pidió muchas veces: «Señor, no me dejes ni un día de mi vida sin decir la Misa, sin abrazarte en la Comunión». También se recuerda que en una Primera Comunión, al tener la sagrada Hostia en sus manos, dijo: «¿Y aceptarías mi sangre, Señor, que te ofrezco por la paz de la Iglesia?».
Estando en Aguascalientes, un lugar cercano a Tequila que le servía de refugio y centro de su apostolado, quiso poner al corriente los libros parroquiales. Trabajó el viernes todo el día y toda la noche. A las cinco de la mañana del sábado 25 de febrero de 1928, quiso celebrar la Eucaristía pero, sintiéndose muy cansado y con sueño, prefirió dormir un poco para celebrar mejor. Apenas se había quedado dormido cuando un grupo de milicianos y soldados entraron en la habitación y uno de ellos le señaló diciendo: «Ese es el cura, mátenlo». El Padre Toribio se despertó asustado, se incorporó y recibió una descarga. Herido y vacilante caminó un poco; la nueva descarga, por la espalda, cortó su vida y la sangre generosa de Toribio enrojeció la tierra de esa barranca jalisciense.
La Iglesia –arada de Dios– se edifica con las tareas mismas del campo: hace falta roturar la tierra, sembrar la semilla, regar o pedir que el cielo deje caer agua, escardar y limpiar. Pero el fruto solo se consigue cuando la simiente puesta en el surco muere.