Santos: Joaquina de Vedruna, fundadora; Quiteria, virgen y mártir; Faustino, Timoteo, Venusto, Casto, Secundina, Emilio, Basilisco, Julia, mártires; Fulco, Amancio, confesores; Román, monje; Elena, virgen; Rita de Casia, santa; Ausonio, Atón, Marciano, obispos.
Son las últimas décadas de la Edad Media. El débil y mudable Wenceslao está a la cabeza del Imperio de Occidente, permitiendo la anarquía. Manuel Paleólogo II es el prócer de Oriente, pero está preso y es rehén del sultán Bayaceto. Italia está en continua revuelta. Roma no ofrece seguridad por las enconadas luchas entre los partidos. Casia, después de su rebelión contra la Santa Sede, se ve obligada a combatir con los güelfos. Los papas se van de Italia. A Urbano VI le sale el antipapa Roberto de Ginebra, como Clemente VII. Se produce el lastimoso Cisma de Occidente y viene detrás la inevitable consecuencia de relajación, indisciplina y desorientación.
Rita nació en Roca Porrena, un caserío cercano a Casia, en la Umbría italiana, el 22 de mayo de 1381.
Quiso ser monja, pero sus padres la casaron cuando solo tenía trece años. Y no hubo suerte en la elección de marido; el matrimonio resultante no tenía trazas de hacerla feliz. Fernando Pablo es ese tipo duro y cruel que convierte en calvario la vida matrimonial. Ella se dispuso –no sin la ayuda de Dios, buscado con fruición– a mostrarse fiel y hasta exquisita, modelo de paciencia y de bondad, en el cumplimiento de sus compromisos matrimoniales, y en la esmeradísima educación cristiana de sus hijos, a pesar de las cuestas arriba y de los ultrajes que terminaron por ablandar el corazón de su esposo; fueron dieciocho años de penalidades sin cuento, hasta que asesinaron a Fernando Pablo.
Influidos por el ambiente violento, sus hijos Juan Santiago y Pablo María están dispuestos a vengar la muerte de su padre. Rita no puede hacer mucho más para detenerlos; se le han acabado los consejos, está sin voz por tanto ruego, se le han secado las lágrimas y los razonamientos se tornan insuficientes; ya solo le queda ofrecer sus vidas y la propia a la Virgen Madre de un Hijo que murió por todos. Al menos consiguió del Cielo que murieran –eso duele mucho a una madre– antes de consumar la venganza.
Rita quiere consagrarse a Dios en un convento de agustinas, pero la rechazaron por no ser virgen. Su petición de retiro no se basa en fracaso humano; es necesidad de entrega a Dios por los males del mundo. Pidió el milagro a tres santos: a Juan Bautista, a Agustín y a Nicolás de Tolentino; consiguió entrar en el monasterio. Fue en esta tercera época cuando se identificó absolutamente con la voluntad divina. La fuente la encontró en la Eucaristía, el medio consistió en el amor purificado por el dolor. No le faltó, cuando Dios quiso, el premio de las efusiones.
Cuando la Iglesia se desangra, ella, obediente, pobre y casta, está escondida en el secreto constante de la Umbría, dándose en holocausto. Allí recibió un estigma de la Pasión del Señor: una llaga en la frente de la que sale un hedor insufrible, que es un martirio para las demás compañeras de convento; aquella pústula lleva una pestilencia tan repugnante e insoportable que la llevó al aislamiento en el último rincón del monasterio; le llamo rincón porque la suya ni siquiera era celda.
En Roma recibió la visita de una amiga, y allí le hizo Rita una petición tan extraña que la amiga debió de tomarla, además, por loca: le rogó que tomara de su casa y le llevara una rosa florecida y dos higos maduros; lo que pedía no era demasiado, pero ¡era enero! La buena mujer, por contentarla, cuando llegó a su casa hizo de su parte lo que Rita le había pedido. ¡La rosa estaba lozana en el rosal y los higos maduros la esperaban!
Murió el 22 de mayo –justo el mismo día de su cumpleaños–, en 1457.
Fue canonizada en el año 1900.
¿Que por qué sufrió tanto y siempre?
De seguro, no lo sé. Pero, como los santos son esas personas que no ponen jamás ningún «pero» a Dios…
Es una de las popularísimas santas más dignas de admiración que de imitación, porque no a todas las mujeres les es dado ser casada-viuda-religiosa. Pero quizá su tripe estado –incluso cuatro, porque también pasó por la soltería– sea un motivo más para que tenga tanto gancho entre las mujeres en apuros. Después de leer un bosquejo de su vida, no es extraño entender que haya siempre una verdadera nube de gente donde hay una imagen suya, y se aprenda de una vez por todas por qué se la llama «abogada de las causas y cosas perdidas». Sí, a ella se le pide lo imposible; eso que está más allá de lo que es razonable pedir. Ojalá, por su intercesión, se saquen muchos bienes de las pérdidas.