Nuestra Señora del Carmen. Santos: Abundancia, Edburga, Edit, Gobán, Justiniano, confesores; Teneman, Milón, Monulfo, Eustaquio, Vitaliano, obispos; Sisenando, Valentín, Teódoto, Eustasio, Fausto, Atenogenes, Hilarino, Donato, Reineldis, Domnion, Macario, mártires; Elvira, abadesa; María Magdalena Postel, fundadora.
Este título o advocación de la Virgen María se honra en todo el mundo. La devoción y su propagación se debe, principalmente, a la familia carmelitana. De ella vinieron los nombres populares en España de Carmelo, Carmen y Carmela, o de Camilo y Carmina, en Italia.
La veneración y el culto están íntimamente relacionados con la abultada historia del monte Carmelo y con la difusión del Escapulario, esos pedazos de paño marrón para la espalda y el pecho, unidos por hilos, que llevan la inscripción de la Virgen del Carmen, y que una vez impuesto puede cambiarse por medalla de oro, plata o níquel sin pérdida de mérito por parte de quien lo usa.
Tuvo mucho que ver el santo carmelita Simón Stock, abad del monasterio cuando la Orden pasaba por momentos malos de adaptación al nuevo medio, y estaba apurada por la poca aceptación de la gente que vivía en donde aterrizaron aquellos hombres venidos del Oriente.
Los innegables prodigios y milagros, operados por Dios mediante la intercesión de su Madre con ese nombre en todas partes del mundo y en todas las épocas, han avalado la extensión y afianzamiento de su culto.
El nombre viene del monte Carmelo que está en Galilea –el otro de Judea es un puro rocadal desértico–, donde crecen árboles y flores ya cantados por la misma Escritura en tantos lugares. Allí fue donde Elías ejerció parte del ministerio profético, cerrando el cielo para la lluvia por espacio de tres años y medio con la intención de medicinar y doblegar con su pedagogía al pueblo infiel e incrédulo; y cuando decidió poner remedio a aquella sequía letal para hombres y bestias, mandando a su sirviente que subiera a la cima hasta siete veces seguidas para escudriñar el cielo; aquel criado llegó a descubrir una nubecilla pequeña y blanca que venía del mar y que acabaría poniendo límite a la sed mortal e irremediable del pueblo. Los más listos y piadosos supieron ver en ella, desde el siglo xiv, el símbolo o figura de la Virgen Inmaculada.
El monte Carmelo se llenó de cristianos que deseaban dedicar su vida a la oración continua en soledad por los parajes próximos al sitio donde sucedieron en la historia los hechos portentosos de la Redención. Por eso, aquellos eremitas recibieron el nombre toponímico de ‘carmelitas’. Levantaron un templo donde rezaban juntos, y aquello empezó a ser punto de referencia y de acogida de los peregrinos hasta el siglo XII, que se acercaban a ponerse bajo la protección de la Virgen María al abrigo de tanto eremita santo.
Luego desaparecieron los carmelitas del monte; se vieron forzados a venirse a Occidente, porque ya su presencia en aquellas latitudes no era soportable por el peligro continuo de las invasiones mahometanas.
Con san Simón Stock (1165-1265) tuvo detalles de delicadeza la Virgen María en la difícil adaptación de los carmelitas al nuevo medio: soportar clima tan distinto, cambiar su vida de eremitas por otros parámetros y ni siquiera contar con la aceptación de los cristianos –ni aun de los clérigos– amén de algunas deserciones o abandonos que añadían tristeza a las dificultades. Todo eran rezos por parte del abad y todo era prestar atención a lo que Dios quisiera. La entrega del escapulario por parte de la Virgen con la promesa de protección «quien muera con él se salvará» para alcanzar la vida eterna, y de reducción de las penas del Purgatorio a quien lo llevara de por vida, hizo de contrapunto para renovar energías, y continuar con el Querer sobrenatural el nuevo estilo. Así desparramaron por el mundo la promesa de protección que brindaba María. Era un respiro nuevo, una nueva fuerza, casi un nuevo nacimiento que favoreció la entrega total del Carmelo a María.
El título de la Virgen del Carmen unido al Escapulario arraigó en todas las clases sociales. La predicación persistente del santo distintivo cayó como la lluvia en la tierra seca y se fue haciendo cada día más grata al pueblo, se introdujo en las familias sencillas y en las cortes de los nobles. Proliferaron las imágenes en los templos para la veneración sincera de los cristianos. Se contaron milagros, prodigios, favores sin cuento; así comenzó el patronazgo por los mares sobre naves y navegantes. La advocación a la Virgen con el nombre de Nuestra Señora del Carmen se hizo tan amplio que la Iglesia lo bendijo.
Honorio III aprobó en 1226 la regla carmelitana. El papa Urbano VI aceptó el nombre de los «Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo» y los bendecía el 26 de abril de 1379. La fiesta empezó a ser privada por disposición del papa Clemente X en 1674 para los dominios del Rey Católico, y pasó a toda la Cristiandad el 24 de setiembre de 1726 por decisión estudiada del papa Benedicto XIII.
Quizá convenga advertir a nuestro mundo –apasionadamente utilitarista y tan acostumbrado a lo práctico– que las gracias prometidas al Escapulario no son de carácter automático, como podría prometer un agente de pólizas de seguro al ofertar su producto. Más bien, se requiere la disposición del espíritu cristiano deseoso de seguir a Cristo y ganar el Cielo. El Escapulario –presente sobre el cuerpo– alienta en la lucha personal y permanente por la fidelidad a la fe y seguimiento de los pasos de Jesús, animando a ser asiduos en la oración y a cuidar el cumplimiento de las obligaciones morales de la persona que tiene la gracia de llevarlo impuesto. No es un privilegio; sí una ayuda para vivir según Jesús por María. Recomendable –hoy como ayer– su devoción y aprecio, porque vestir con el vestido de María indica el deseo de vivir su vida, en gracia de Dios, y eso ayuda a morir con Dios dentro. Llevándolo siempre, quien pertenece a la Cofradía del Monte Carmelo sabe que cuenta con la ayuda de las oraciones y penitencias de toda la familia carmelitana –de monjas y de frailes–, porque de ellas se participa, para llevar con éxito el esfuerzo diario por vivir las virtudes cristianas según el estado que cada uno tenga. Es una garantía –porque se ve y se toca– para mantener elevado el pensamiento a los bienes más altos del Cielo. ¡Y eso es muy bueno! ¿Verdad?