La Transfiguración en el Tabor

La Transfiguración del Señor. Santos: Sixto, papa y mártir; Hormisdas, papa; Felicísimo, Agapito, diáconos y mártires; Jenaro, Magno, Vicente, Esteban, Quarto, mártires; Cremetes, Melasio, abades; Jordán, Justo, Pastor, mártires; Eusocio, Maurino, Estapino, obispos; Jacobo o Santiago, eremita. co, Venancio, Emigdio, obispos; Abel, Nona, confesores; Viátor, eremita.

Decir monte, hacer referencia a la montaña, ha sido con frecuencia para los hombres una ocasión referida al símbolo y rayano en lo mistérico. Quizá sea por la sensación de impotencia que a veces puede sentirse desde la base, o porque recuerda al hombre lo poco de su condición al contemplar la grandiosidad majestuosa de la montaña; bien pudiera ser por la gozosa complacencia que se siente al escalar la cima o por la impresionante vista –insinuante de lo infinito– que se disfruta desde la cumbre. De hecho, la montaña aparece con frecuencia ligada a los mitos de religiones viejas que acompañaron la vida de las vetustas culturas y civilizaciones. Y en esto no es excepción Israel; fueron frecuentes los episodios sucedidos en el monte a lo largo de esa historia de la salvación de los hombres que recorre los siglos. El nombre Sinaí está ligado a la Alianza, un monte del país de Moria es lugar de sacrificio, el monte de los Olivos trae recuerdos de amargura infinita, en monte se sitúan tentaciones de Cristo, y las Bienaventuranzas se predicaron igualmente en la montaña.

Tabor es otro nombre de monte cuya cumbre evoca una escena que sitúa al creyente cristiano con la sensación de estar más próximo al Cielo.

Acompañaron aquel día a Jesús Pedro y los dos hermanos, Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo; los tres discípulos preferidos, porque –sin hacer injusticia a los otros nueve– aquellos fueron testigos excepcionales de acontecimientos salvíficos. Dijeron cosas que hablaban de resplandores, luz, claridades, vestidos con blancura nívea, rostros resplandecientes, destellos de sol. Todas ellas son expresiones inexactas e incompletas para el intento de describir lo indescriptible: la divinidad del Hijo vista en Jesucristo. Pero el lenguaje humano, en su pobreza, algo tiene que aportar para testimoniar lo ocurrido, aunque quien lo habla o escribe sea consciente de la limitación evidente e insufrible en el intento de plasmar la experiencia vivida cuando aquellos tres hombres contemplaban la soberanía, belleza y majestad de Dios en Cristo.

Suena el murmullo de voces arcanas que hablan de misterio. Son las de interlocutores que por juntarse y hablarse hubieron de atravesar los límites del espacio y, aún menos ponderable, las barreras del tiempo.

Moisés, el hombre de la Alianza, que también se contagió de lo divino en el monte –en larga estancia– cuando fue a por las Tablas, y tuvo que tapar su frente a la bajada para que pudiera mirarlo la gente del pueblo, ocultando el esplendor. Es la Ley.

Elías, que acertó a distinguir, en otro monte llamado Horeb, la presencia divina en el susurro de la suave brisa; el hombre defensor de Yahvé, terror de los que siguieron a los baales. Es la representación personal de los Profetas.

Ambos dan testimonio de plenitud revelada en el Hijo Encarnado. La Ley y los Profetas terminaron su misión transitoria e imperfecta que solo conducía al Pacto Nuevo y eterno que el amor divino ofrece en Jesucristo a toda la humanidad.

Éxtasis arrebatado de los tres discípulos con manifestación en las expresiones de Pedro desbordadas en torrentes de consuelos, fuera de sí, exclamando la inenarrable felicidad del momento. Todo era favor divino acompañado de un inmenso regusto de felicidad y consuelo.

Y de la nube –signo teofánico– amanece la firme, potente y sonora voz del Padre: «Hacedle caso, prestadle atención; es mi Hijo a quien más amo».

¿Para qué intentar comprender lo que es un misterio?

Lo que en Cristo ocultaba lo invisible es el velo de su cuerpo, siendo ese cuerpo lo que hace visible lo invisible –por espíritu– de Dios.

Los Apóstoles, nuevos heraldos de la Ley Nueva y nuevos voceros del profetismo definitivo, nuevos Cristos para los hombres, mientras haya hombres.

Desde el siglo v se celebraba la fiesta de la Transfiguración en Roma. El papa san Pío V unificó la celebración en este día.