Cuando el domingo pasado escuchamos la invitación de Jesús a «orar siempre sin desanimarse», pensé rápidamente en una verdad muy clara para el ser humano: somos criaturas necesitadas. Por eso sentimos la urgencia de una conversación abierta con Dios. En lo profundo del corazón buscamos auxilio, más todavía en estas circunstancias de la humanidad. ¿Quién nos puede auxiliar? ¿Quién nos escucha y nos da fuerzas para seguir caminando? Vivamos con esta seguridad que nos da Jesucristo: en el camino de nuestra vida está siempre Dios. Nos ofrece su luz y su vida, su fuerza y su amor, su sabiduría… Tengamos la certeza de que no estamos caminando solos; estamos acompañados siempre por Él y podemos invocar su ayuda en toda ocasión.
Muchas veces, esta cultura que hemos creado intenta acallar los anhelos del ser humano con engaños. Volvamos a conversar con quien sabemos que nos ama, tal y como nos enseña Jesús. A pesar de haber realizado muchas conquistas, tenemos vacíos tremendos. Tenemos necesidad de conversar, de pedir, de confiar en quien nos puede sacar de la mentira, de la injusticia y de nosotros mismos. Se trata de vivir con la fuerza, la luz y el abrazo de Dios, que nos da otros horizontes cuando somos perseverantes y confiamos en Él. Es necesario abrirnos a la sabiduría, a la fuerza y al poder de Dios. Invoquemos al Señor, confiemos en Él sin desanimarnos. Acojamos las palabras de Jesús, descubramos que quien puede sacar adelante todo en nuestra vida es un Dios que nos ama. Como a la viuda de la parábola, la fe, nuestro ánimo puesto en Él, nos hará vivir con tenacidad, perseverancia y confianza.
La oración, entregarnos a Dios y confiar en Él, ponernos en su presencia y en diálogo con quien sabemos que nos ama, nos hace ver, constatar y verificar lo que señala Jesús: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará» (Jn 15, 7). Constatemos que uno de los modos más eficaces que tenemos los hombres para ayudarnos los unos a los otros es la oración. La oración nos abre a Dios, nos une; es más, nos hace hermanos preocupados los unos de los otros y nos recuerda que todo lo puede Dios. Cuando estamos en oración, no hay ricos y pobres, no hay justos e injustos, no hay buenos y malos; hay hombres y mujeres que ponemos la vida ante Dios, conversamos con Él, pedimos, damos gracias, proponemos… y, además, fruto de esa oración estamos construyendo fraternidad y encontramos fuerzas para no ser insensibles ante tantas situaciones que vivimos y viven nuestros hermanos.
¿Habéis caído en la cuenta de que orar conforma nuestra vida? ¿Habéis caído en la cuenta de que orar da una forma de vivir y de ser? Por eso, os invito a que no dejemos de orar, a que no dejéis a vuestros hijos sin aprender a orar, a dirigirse y acudir a Dios, que todo lo puede. Aquella expresión que tantas veces hemos escuchado de «dime con quién andas y te diré quién eres» se puede traducir también en algo así como «dime si rezas y te diré si vives». Es la forma de crecer y vivir sabiendo que hay un Dios que nos ama siempre e incondicionalmente, al que podemos acudir en todo momento; es un Dios que nos escucha, nos envuelve en su amor misericordioso y nos sitúa en la dinámica del amor, de la filiación, de la misericordia. Es una gracia inmensa. La oración nos abre a Dios, nos hace sentir y vivir que el auxilio viene del Señor y, de esta forma, lo que necesitamos lo buscamos en Él. A orar se aprende como aprendemos a caminar, a hablar, a escuchar o a relacionarnos.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid