Hay unas preguntas que Jesús hizo a Pedro y que, en esta Pascua que estamos viviendo, nos hace a sus discípulos. Son preguntas que solamente se pueden responder desde el corazón, pero que necesariamente nos hemos de dejar hacer. La originalidad más grande y verdadera que nos trae Jesús no consiste en nuevas ideas, sino en la persona misma de Cristo, que da carne y sangre al amor. Un amor de Dios que adquiere formas que nunca habríamos imaginado los hombres. Así nos lo explica Jesús: es el propio Dios el que va tras la oveja perdida, tras la humanidad doliente… ¡Qué hondura y fuerza alcanzan ciertas parábolas con las que nos habla Jesús! Tenemos ejemplos claros: ir tras la oveja descarriada, la mujer que busca el dracma, el padre que no tiene reparo en salir al encuentro del hijo que había abandonado la casa paterna, el buen samaritano con la explicación que nos da para saber y entender y vivir quién es mi prójimo…
¿Qué es lo que nos muestra Jesús con esas parábolas, entre otras muchas? Nos da a conocer su propio ser y actuar, nos muestra con claridad que Dios es amor como nos dice Juan (cf. 1 Jn 4, 8). El Señor nos pregunta: «¿Me amas?», «¿me quieres?», y solo podemos responder si contemplamos a Cristo en la cruz. En la cruz da la vida para salvarnos: es el amor en su forma más radical. Mirando ese amor, encontramos la orientación para nuestro vivir cotidiano y nuestro modo singular de amar, que ha de ser el mismo que tuvo Jesucristo y que no ha retenido para sí mismo, sino que desea que sus discípulos lo tengamos y ofrezcamos. De ahí la pregunta radical: «¿Me amas?».
El lugar donde mejor podemos comprender ese acto oblativo de Jesús es la Eucaristía. En ella yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan y asumo un compromiso radical; tengo y tenemos que entregar ese amor, el de Jesús, y no el amor con mis medidas. Lo explica muy bien el apóstol san Pablo en la primera carta a los corintios: «El pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Cor 10, 17). ¡Qué bueno es descubrir que nuestra unión con Cristo supone, al mismo tiempo, unión con todos los demás a los que Él se entrega! Pertenezco a Cristo en unión con todos, de tal modo que la comunión con Él me hace salir de mí mismo para caminar e ir siempre hacia Él y también hacia la unidad de los cristianos. Por ello, podemos decir sin dudar que una celebración de la Eucaristía que no nos lleve a un compromiso de un ejercicio práctico del amor no es completa, es un fragmento de la Eucaristía. Jesucristo nos manda vivir el amor porque antes nos lo ha dado, nos lo ha regalado. Por eso pregunta: «¿Me amas?», «¿me quieres?».
¿A quién he de dar el amor que Dios me ha dado y con el que me ha enriquecido? Por supuesto, se lo he de dar a quien nos dice Jesús que se lo demos: al prójimo. El Señor explica muy bien quién es mi prójimo en la parábola de buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). En esta parábola el prójimo es quien me encuentro en el camino de mi vida. He de servirlo y acercarme a él, bajar de mi pedestal, y amar curando siempre. No puedo desentenderme nunca de aquel a quien encuentro destrozado en su dignidad de hijo e imagen de Dios. Cualquiera que me encuentre en el camino es mi prójimo y si, además, está necesitado, tengo que poner mi vida al servicio de él. Esta parábola nos hace dos aclaraciones necesarias: mi prójimo es todo ser humano y es cualquiera que tenga necesidad de mí y a quien yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permanece mi compromiso en concreto, el aquí y ahora de la parábola. Como se nos recuerda, el amor se convierte en el criterio único, definitivo, concreto para hacer la valoración de nuestras vidas (cf. Mt 25, 31-46). El amor a Dios y el amor al prójimo se funden y las preguntas que Jesús hizo a Pedro y nos hace a nosotros adquieren una prontitud en su respuesta: «¿Me amas?», «¿me quieres?».
¿Por qué Jesús hizo estas preguntas a Pedro y hoy nos las hace a nosotros en esta Pascua que estamos celebrando? Si en nuestra vida falta el contacto con Dios, veremos en el prójimo solamente al otro sin más. Si en nuestra vida no atendemos al otro, podremos ser piadosos e incluso cumplir ciertos deberes religiosos, pero entrará en sequía nuestra relación con Dios. Seremos quizá correctos, pero nos faltará el amor. El servicio al prójimo para manifestarle el amor abre mi corazón y todos mis sentidos a lo que Dios hace por mí y a verificar que me ama. En los santos vemos que su capacidad de amar al prójimo iba creciendo gracias al encuentro con el Señor en la Eucaristía, tenía realismo y asumía profundidad en el encuentro con los demás.
Hoy tenemos situaciones concretas, de hombres y mujeres, de niños, jóvenes y ancianos que, en diversas partes del mundo, sufren hambre y guerras sangrientas como la que tenemos cerca de nosotros en Ucrania y en otros muchos lugares de la tierra. Los discípulos de Cristo hemos de dar respuestas claras y concretas, siempre llenos de Espíritu y con sabiduría, regalando el amor de Dios al prójimo. Esto pertenece a nuestra naturaleza de discípulos de Cristo y miembros de la Iglesia: la respuesta con el amor de Dios ha de ser una manifestación irrenunciable de nuestra esencia. ¡Qué bella es la Iglesia cuando se da a conocer como familia de Dios en medio del mundo! Una familia en la que cada uno de sus miembros deja que Jesucristo le haga estas preguntas: «¿Me amas?», «¿me quieres?». Son preguntas que evalúan si vivimos con su amor o con nuestro amor raquítico y falto de horizontes universales.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid