Homilía: Solemnidad de todos los Santos

Hoy celebramos el día de la Iglesia triunfante. Y es que la Iglesia tiene tres partes: la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la Iglesia triunfante, que son todos esos millones y millones de almas –como dice la lectura del Apocalipsis que acabamos de escuchar: “Una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”– que están ya gozando de Dios para siempre en la eternidad.

¿Y qué están haciendo los santos allí? ¿Y qué harás tú cuando entres en el cielo? Cuando tú cierres los ojos a esta vida y los abras a la otra, Dios te dirá: “Entra en el gozo de tu Señor”. Y entonces contemplarás, con todos los ángeles y los santos, ese espectáculo maravilloso de la vida de Dios. Pero lo contemplarás con la misma mirada que tiene Dios, que es el Padre. Con Él, conocerás hasta el fondo todas las perfecciones divinas y te transformarás en aquello que contemples: te llenarás y te transformarás en la belleza, en el amor, en la justicia, en la paz, en el concierto, en la majestad… ¡Todo eso que anhela tu alma será tuyo en plenitud y para siempre!

De tanto contemplar lo que es Dios, necesitarás romper cantando ese cántico de gloria que se oye en el cielo diciendo: «¡Pero qué grande eres, Señor! Y entonarás esa canción con la misma Palabra con que Dios se canta: su Hijo.

Y al cantar la grandeza y las perfecciones de Dios, sentirás una necesidad irresistible de estar siempre unido a Él en un amor total, en una adoración profunda, en una entrega sin fin. Por eso, amarás al Señor con su mismo Amor en Persona, que es el Espíritu Santo.

Todo esto no es una invención. Lo están viviendo ya nuestros hermanos mayores: los que sabemos con certeza que son santos porque están canonizados, y los que, sin saberlo nosotros, están también en el cielo; probablemente muchos parientes y conocidos nuestros. Y nosotros estamos llamados a vivirlo también un día.

Por eso, ¡vivamos con la mirada puesta en la eternidad! Cuando miramos hacia el cielo, la tierra con sus cruces se hace más llevadera, las cosas se ordenan y les damos la importancia que realmente tienen, y nosotros vivimos llenos de esperanza y optimismo.

¡Que nadie se pierda la eternidad! Aspiremos a ella con todo nuestro corazón. No hay nada malo en desear esa felicidad, que es la única plena. Pero, y esto es muy fino, no la deseemos solo para ser felices nosotros, sino sobre todo para darle a Dios la alegría de ver que un hijo suyo entra en el cielo.

Que la Virgen y todos los santos, cuya fiesta celebramos, nos ayuden a llegar al banquete eterno de la Iglesia triunfante.