La resurrección de Lázaro
«Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano», le dice primero Marta y luego María a Jesús. Era grande, enorme, el amor de estas dos mujeres por su hermano Lázaro. Pero no era menos grande la confianza que tenían en Jesús. Por eso, Marta sigue diciéndole: «Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Y aún más: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Estaban destrozadas por el dolor, no entendían cómo Jesús no había acudido antes en su ayuda. Y, sin embargo, su confianza en el Maestro es total. Apoyado en esta confianza, Jesús va a hacer uno de sus mayores signos.
También el pueblo de Israel en la primera lectura sufría la prueba del destierro en Babilonia, lejos de sus hogares y de su vida ordinaria. Y Dios le promete que le llevará de vuelta a la tierra de Israel.
Nuestra vida tiene momentos difíciles de entender. Creo que todos estaremos de acuerdo en que ahora mismo vivimos uno de ellos. Estamos palpando nuestra pequeñez e impotencia ante una pandemia que nos supera y que causa limitación, dolor e incluso muerte, ese enemigo que parece insuperable. En estos días, algunos de nosotros hemos experimentado la pérdida de un ser querido. Otros, el peligro de la enfermedad. Otros, la preocupación por la gravedad de algún familiar cercano.
Por eso, es ahora cuando nos enfrentamos sin tapujos con la verdad del hombre: sin Dios, no es nada… ¡Cuánto tenemos que meditar sobre esto jornada tras jornada para que lo aceptemos de una vez por todas!: Señor, no somos nada, no soy nada… Cuánto tenemos que llorar nuestra altanería con respecto a Dios y a los demás. Cuánto tenemos que dejar que el fuego de la Verdad queme nuestro corazón y lo purifique. Solo desde nuestra nada podemos ver con claridad el poder de Dios. Solo después de haber reconocido nuestra pequeñez, podemos también nosotros acudir al Señor como el niño pequeño que se acerca a su padre tembloroso y compungido, con la carita llena de lágrimas y con los labios apretados, pero con una enorme confianza, para pedirle perdón y ayuda.
Jesús es Dios. Él tiene poder sobre la vida y la muerte, sobre la salud y la enfermedad, sobre la alegría y la tristeza. Su plan es que vivamos con Él, pero muchas veces lo rompemos por el pecado, del que procede todo mal. Y Jesús es también hombre. Él vivió en su alma, como nos recuerda la Madre Trinidad, las alegrías, los sufrimientos, la vida de todos y cada uno de nosotros. Por eso lo vemos llorar hasta tres veces por la muerte de su amigo. ¡Qué impresionante ver al Maestro profundamente conmovido! Estaba tan compenetrado con Marta y María, quería tanto a Lázaro… Jesús vive con nosotros también estos momentos de dolor, comprendiéndonos totalmente, consolándonos totalmente. ¡No estamos solos! Él es la resurrección y la vida. Él nos está esperando para que acudamos a Él con humildad y confianza.
Que la Virgen María interceda por nosotros para que escuchemos la voz de la Iglesia, que nos dice hoy como dijo entonces Marta a María: «El Maestro está ahí, y te llama».