Hoy, la Palabra de Dios nos cuenta la historia de dos viudas.
La primera vivía en Sarepta y tenía un hijo, pero era muy pobre. Llega el profeta Elías, le pide que le prepare una torta, y le promete que ni la orza de harina se vaciará ni la alcuza de aceite se agotará. Y así fue.
La segunda vivía en Jerusalén, y también era pobre. Fue y dio una limosna para el templo. Y Jesús alabó su generosidad porque, aunque parecía poca cosa, era todo lo que tenía para vivir.
De ambas viudas pobres y generosas, hemos de aprender tres cosas:
- Ante todo, la confianza en Dios. No nos pide Él que seamos ingenuos con el dinero, pensando que no es importante; o descuidados pensando que no hace falta llevar bien las cuentas. Nos pide que, además de ser responsables, por encima de ello, confiemos en Dios. Él es el Creador. Él es la riqueza infinita y la fuente de toda riqueza. Por tanto, hagamos nuestro trabajo y, una vez hecho, dejemos todo en manos del que todo lo puede con confianza. Él no nos ha prometido que vamos a ser ricos, pero sí que va a estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Él es nuestro Padre que se preocupa por nosotros: “El Señor da pan a los hambrientos, sustenta al huérfano y a la viuda”. Confiemos de verdad en Él.
- Segundo, la generosidad. Con Dios y con los demás. Todos tendemos a ser más bien egoístas. Pero ser egoísta es un engaño. “Hay más alegría en dar que en recibir”, dice el libro de los Hechos. Haced la prueba. Qué alegría ver a una persona contenta porque le hemos dedicado un poco de tiempo, o una sonrisa, o le hemos hecho un favor. Dios bendice a la persona generosa, porque Él es generoso.
- Tercero, el valor de la limosna. La limosna es, primeramente, un ejercicio de caridad: haces el bien a los pobres o a la Iglesia (Hoy es el día de la Iglesia diocesana, día para preguntarnos: ¿quién va a sostener la labor de la Iglesia si no somos nosotros, los católicos?). Pero no solo eso. Como nuestro corazón es un poco “pegajoso”, se va apegando a cosas que muchas veces no son según la voluntad de Dios, o incluso nos apartan de Dios. Para poder entregarnos al Señor necesitamos un corazón libre. Y a esto nos ayuda enormemente la limosna: es un ejercicio de desprendimiento de lo material, de desapego, de libertad. Por eso, la Iglesia ha enseñado siempre que la limosna purifica, endereza.
Las viudas de las lecturas de hoy supieron confiar en Dios, ser generosas y dar limosna. ¿Lo hacemos nosotros? Pidamos a María, Madre de la confianza, que nos haga vivir así para tener contento a Dios y para alcanzar su bendición.