¿Habéis estado en un bautizo alguna vez? Seguro que sí. Hay un momento en la celebración en que el sacerdote, después de haber echado el agua sobre el niño, coge una vela apagada –símbolo del alma en pecado–, la enciende en el cirio pascual –que representa a Cristo–, y la entrega a los padres y padrinos diciendo: “que vuestro hijo, iluminado por Cristo, camine siempre como hijo de la luz, y perseverando en la fe, pueda salir con todos los santos al encuentro del Señor”. La Liturgia bautismal hace referencia a la parábola de hoy.
Nosotros fuimos bautizados un día. Se nos dio una lámpara con el encargo de mantenerla encendida hasta la venida del Señor, es decir, de llegar en gracia de Dios al momento de nuestra muerte. ¡De eso depende nuestra suerte por toda la eternidad! Y encima, no sabemos cuándo se producirá ese encuentro. Por tanto, ¡qué necesidad de estar preparados, y de estarlo siempre! De ahí la advertencia de Jesús de hoy y de otras muchas veces en su vida: Velad.
¿Y Qué significa «velar»? Velar significa permanecer vigilantes para que no se apague la luz de nuestra lámpara, para no perder el estado de gracia. Ya hemos dicho que, en el Bautismo, recibimos esa luz, que en aquel momento era incipiente, era como la llama de una vela. Pero la llama de una vela se apaga solo con soplarla… Por eso, para mantenerla encendida, debemos hacer dos cosas: protegerla y acrecentarla.
Lo primero es no dejar que el pecado mortal apague nuestra llama, nos haga perder la vida de la gracia. El pecado mortal destruye la caridad en nuestro corazón y nos aparta de Dios, nos quita la paz y nos pone en peligro de condenación. Ya sabes que, para que un pecado sea mortal, es necesario que cumpla tres condiciones: materia grave, plena conciencia y perfecto consentimiento. Vivimos en un mundo que nos ofrece fácilmente acciones que son materia grave porque van directamente contra los diez mandamientos en cosas importantes. Tengamos cuidado, mayores y pequeños. No nos expongamos a la tentación. Seamos conscientes de que somos frágiles y podemos caer. Miremos a los mártires, que prefirieron antes morir que pecar. Luchemos, que con la gracia de Dios siempre podemos vencer al pecado. Y, si alguna vez caemos, levantémonos en seguida por la confesión; de ningún modo nos quedemos instalados en la ausencia de la gracia de Dios.
Lo segundo que debemos hacer, volviendo a la imagen de la vela encendida, es acrecentar nuestra llama, nuestra vida de gracia. Tenemos que poner los medios para que esa luz se vaya transformando en una gran hoguera capaz de resistir, incluso, al soplo de los vientos, y de «quemar» en el amor de Dios a otras almas. La Iglesia nos ofrece todos estos medios: los que más nos ayudan son los sacramentos y la oración. Pero hay más medios, que en definitiva hemos de procurar incorporar a nuestra vida como virtudes: la sencillez, la abnegación, el amor, la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, la mirada sobrenatural, el interés por nuestra formación espiritual, la aceptación del final de nuestra vida…
María, haz que vivamos con alegría y responsabilidad en espera del Señor, agradecidos porque nos ha dejado todos los medios para estar preparados. Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.