Homilía: 2º Domingo después de Navidad

Hoy la Liturgia nos invita a cantar de alegría porque Dios nos ha hecho sus hijos; ni más ni menos.

Somos sus hijos porque «la Sabiduría se estableció en Sión, en la ciudad amada encontró descanso, arraigó en la heredad del Señor», como nos ha dicho el Eclesiástico en la primera lectura. O, lo que es lo mismo, porque «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», como nos ha dicho el comienzo del Evangelio de S. Juan. Dios quiso venir a vivir con nosotros, y se ha quedado hasta el fin de los tiempos en su Iglesia.

Pero no solo eso. Somos sus hijos porque el Hijo único del Padre, el que se ha encarnado para vivir con nosotros, nos ha unido a sí mismo en una unión tan íntima y tan fuerte que nada ni nadie puede romperla. Él nos contempló desde el mismo instante de la Encarnación con su mirada divina y humana, nos conoció, vivió toda nuestra vida, nos amó y nos redimió. Y esto lo hizo después en cada instante de su vida con cada uno de nosotros. Nos lavó, nos preparó y así nos presenta ante el Padre «santos e intachables ante él por el amor», hechos una cosa con Él. De modo que, cuando el Padre nos mira, ya no vea nuestros pecados, sino a su único Hijo, en quien Él se complace. ¡Somos hijos en el Hijo!

Esta filiación divina nos llega a cada uno el día de nuestro bautismo. Aquí hago un paréntesis para explicar un detalle importante: ¿Sabes qué diferencia hay entre estar bautizado y no estarlo? Los no bautizados son hijos de Dios en el sentido de que han sido creados por Él y están llamados a ir al cielo. Pero solo los bautizados han sido hechos hijos en el Hijo, solo los que hemos recibido este incalculable don hemos sido bañados eficazmente por la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo.

¿Y para qué sirve el ser Hijos de Dios? Para ser sus herederos. Todo lo que Dios tiene, todo lo que Dios es, es para ti: un día, en el cielo plenamente; y, mientras tanto, aquí en la tierra con velos. Somos hijos del Padre más rico del mundo; no vivamos sin darnos cuenta… Aprovechemos toda la riqueza que Dios nos da a través de su Iglesia: la fe, los sacramentos, el conocimiento de su voluntad, la oración… Pongamos en Él toda nuestra confianza. Caminemos seguros de que nuestro Padre siempre nos escucha y acompaña. Y, como consecuencia de todo ello, vivamos como dignos hijos, sin mancharnos con el pecado. Busquemos corresponder a tanto don gratuito. Vivamos buscando que el Padre siempre esté contento con nosotros. Pidamos a María que, cada día, nos parezcamos más a su hijo Jesús, «el Verbo que se hizo carne y habita entre nosotros».