Esta semana quiero volver a hacer una reflexión en voz alta sobre una cuestión que no pocos debaten hoy: la presencia de Dios y de la religión en la sociedad. Vivimos una época en la que el secularismo quiere imponerse y seguir extendiéndose, pero, al mismo tiempo, vemos que las preocupaciones de carácter espiritual o religioso siguen apareciendo en libros, artículos o conferencias, y que el ser humano tiene un anhelo de algo más. Como sostenía el filósofo Charles Taylor en 2007, esta importancia de la dimensión espiritual muchos la perciben «en momentos de reflexión sobre su vida, en contacto tranquilo con la naturaleza, en momentos de dolor y de pérdidas» y esto es algo que «ocurre de manera intensa e impredecible». «Nuestra época no está aún decidida a establecerse en simple y total incredulidad. Aunque un gran número de individuos lo proclaman así, especialmente hacia el exterior, la inquietud sigue, interiormente, haciendo su efecto», aseveraba.
El ser humano es buscador de sentido: quiere y desea llenar vacíos, y eso es algo que un secularismo que nos sitúa en la superficie no puede hacer, con las implicaciones reales que esto tiene en la vida de las personas. ¡Qué tristeza produce observar cómo se quiere dar una visión de la vida humana vacía! Sí, vacía, sin esos contenidos profundos que hacen salir de uno mismo, que inspiran compromisos, que llenan la vida del hombre de sentido… Todos, niños, jóvenes y adultos de todas las latitudes, sentimos la necesidad de dar un sentido a la vida.
Los discípulos de Cristo tenemos que aceptar la invitación evangélica a leer los signos de los tiempos: «Se le acercaron los fariseos y saduceos y, para ponerlo a prueba, le pidieron que les mostrase un signo del cielo. Les contestó: “Al atardecer decís: ‘Va a hacer buen tiempo, porque el cielo está rojo’. Y a la mañana: ‘Hoy lloverá, porque el cielo está rojo oscuro’. ¿Sabéis distinguir el aspecto del cielo y no sois capaces de distinguir los signos de los tiempos?”» (Mt 16, 1-3). Seamos buenos observadores del tiempo en el que vivimos, del movimiento del corazón de los hombres. Así nos lo proponía el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes: «Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior» (GS 10). ¡Qué importante es ver al ser humano en la total verdad de su vida! ¡Qué importante es ver al ser humano en su realidad, inclinado al pecado y a la vez con esa aspiración permanente a la verdad, al bien, a la belleza, a la justicia, al amor!
A pesar de todos los intentos para relegar a Dios y a la religión a una cuestión privada, los poderes de este mundo no lo han conseguido. Y tenemos que decir con todas nuestras fuerzas que la religión y la fe no han desaparecido de nuestro mundo, sino que permanecen en el centro del debate en muchos niveles de nuestra sociedad y, sobre todo, aparecen en la vida del hombre, con ese deseo de trascendencia. Matar ese deseo ha provocado distorsiones profundas en el ser humano. Es en esa conexión donde se ofrece identidad al ser humano, donde el hombre descubre su grandeza. En muchas ocasiones de la historia se creyó que, si se le apartaba de Dios, el hombre podía ser más grande y más libre. Pero hoy la certeza que tenemos es que, al apartarlo, se reduce su dignidad, su rostro queda deteriorado. El hombre no llega a ser más grande, sino que se convierte en un producto que se puede usar, del que abusar, y al final tirar. ¡El hombre es grande solo si Dios es grande!
Aunque pueda parecer un atrevimiento, creo que al hombre no se le puede entender plenamente, tanto en su interioridad como en su exterioridad, si no se le reconoce abierto a la trascendencia. ¿Acaso no vemos en nuestro mundo, en el que se hicieron grandes conquistas, pero se aparcó a Dios, tantas situaciones humanas deterioradas, enfermizas? Seamos capaces de darles nombre y descubrir su origen. Sin la referencia a Dios, el ser humano no puede responder a los interrogantes fundamentales que siempre agitan su corazón y a los que hoy, por las situaciones que vive la sociedad, tiene. Los cristianos tenemos delante de nosotros al Dios-Amor que se nos ha revelado en Jesucristo y, en Él, encontramos el sentido de la existencia personal y de la sociedad en la que vivimos.
Respetemos la naturaleza del hombre, no caigamos en concepciones restrictivas que nos ofrecen las ideologías. Más que nunca hoy es necesario recordar con valentía qué es el hombre y qué es la humanidad. Nunca dejemos atarnos por esclavitudes. La historia de la humanidad, las situaciones que viven los hombres hoy a lo largo y ancho de la Tierra, en los países más ricos y en los más pobres, nos muestran que no podemos vivir de espaldas a Dios, que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa del hombre siempre acaba traicionando al hombre mismo. Tengamos la valentía de detenernos a contemplar situaciones humanas que hoy se están dando entre nosotros y plantearnos cómo y desde dónde las leemos. Pongámonos ante la realidad de un Dios de rostro humano, el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz, que es portador de un mensaje luminoso sobre la verdad del hombre. Conócelo, acógelo, vive la experiencia de conocerte desde Dios mismo.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro Sierra
Arzobispo de Madrid