Santos: Pedro Crisologo, presbítero y doctor de la Iglesia; Juan Damasceno, presbítero y doctor de la Iglesia; Clemente Alejandrino, confesor; Annón II, confesor; Bárbara, Emérita, Teófanes, Isa, Tecla, mártires; Bernardo, Cristiano, Félix, Mauro, Melecio, Marutas, Osmundo, Annón, obispos; Wisinto, monje; Jerónimo de Ángelis y Simón Jempo, mártires en Kapón.
Los que trabajan la pólvora la tienen como patrona; los militares la invocan en la pelea; los artilleros y pirotécnicos en su trabajo y los bomberos se acogen a su protección; es impensable que no se la conozca en ambientes mineros, y siempre se la tiene presente cuando amenaza la tormenta para verse libre del rayo.
Tanto en Oriente como en Occidente y desde tiempos que no pueden ni siquiera recordarse se ha transmitido su devoción, llegando a conseguir una enorme popularidad en la Edad Media cuya devoción queda testificada en las numerosas ermitas diseminadas por toda la geografía de Bélgica, Alemania, Italia, Francia y Suiza. Precisamente en Viena, en la iglesia que se edificó en su honor, es donde están depositados los restos de san Josafat, apóstol de los rutenos. En España se introdujo su culto en el siglo xii y se potenció extremadamente por las peregrinaciones jacobeas con impresionantes muestras de fervor en el pueblo y entre la nobleza.
Pero lo más asombroso es que no se sabe nada de su persona ni de su vida. Ha sido la leyenda y la fábula tardía la que nos ha transmitido su personalidad envuelta en una variopinta gama de matices y versiones cuyos relatos no resisten la crítica histórica más benévola. Bien se han esforzado los estudiosos para intentar descubrir lo que pueda haber de auténtico y genuino tras esos productos de la imaginación e intentar despojarlos de las sucesivas y superpuestas capas de barniz decorativo que se han ido añadiendo a su popularísima figura. ¡Todo imposible! y lo es, porque no hay modo de descubrir cuál de ellas es la primera o la original, porque hay todo tipo de variantes que quieren decir quién fue Bárbara, cómo se llamaron sus padres, donde nació, cómo fue su vida –sobre todo su muerte–, que no hay modo de saber dónde está el entorno de esta singular persona.
Una de las versiones más extendidas sitúa la vida y muerte de Bárbara en Nicomedia (Bitinia) –hoy Izmit, Turquía–, en la segunda mitad del siglo iii, hija de un tal Dióscoro, presentado como pagano acérrimo y de un natural cruel. Dicen las leyendas que su hija está dotada de singular belleza e inteligencia y que Dióscoro la custodia de modo enfermizo, metiéndola en un castillo defendido por altas torres para alejarla de los posibles merodeadores que esperen caerle en gracia. Permite solo la entrada a maestros que la enseñen. Un buen día cae por allá Orígenes, que le habla sobre el Dios verdadero, de Jesús y de la Trinidad, le enseña su doctrina y la mueve a aceptar la fe. Bárbara, que ya es cristiana de corazón, recibe el bautismo. Tan feliz y enamorada está de Jesús que hace voto de consagrarle su virginidad. Se tuercen los planes matrimoniales de Dióscoro sobre su hija al negarse Bárbara a casarse con el novio que su padre le eligió, y termina descubriéndose su condición cristiana, provocando un ataque de ira en el colérico progenitor. Su propio padre, arrebatado por el furor y la rabia, la denuncia ante el presidente Marciano; como este es incapaz de hacerle desistir de su inconmovible fe, tras varios tormentos cuya narración herirían la sensibilidad de cualquier lector, es condenada a muerte. Todavía el padre, por despecho, pedirá la gracia de ser el verdugo. A las afueras de la ciudad le corta la cabeza con la espada. Pero el trueno y rayo fortuito vino del cielo sereno para librar al mundo de este monstruo de crueldad.
Conocida la leyenda es fácil interpretar la iconografía. Está pintada con un castillo en la mano izquierda, la palma en la derecha, la espada a sus pies y en el fondo se vislumbra un rayo que cae del cielo rasgado sobre Dióscoro.
¿Cómo no van a recurrir a ella todos aquellos clanes y gremios humanos cuya actividad puede provocar una muerte rápida, violenta e inesperada? ¿Cómo no invocarla en la tempestad? ¿Cómo no encomendarse a ella ante los peligros, si hasta los estudiantes de Salamanca acudían a ella en el trance de dar cuenta de sus conocimientos para «pasar»?
Las derivaciones de su leyenda llevan a recurrir a santa Bárbara ante cualquier peligro que sea capaz de llevar a una muerte repentina. De hecho, hasta el depósito de pólvora del barco se llama la santabárbara. Cuentan que hubo un devoto de la santa, llamado Enrique, que vivía en 1448 en la ciudad holandesa de Gourcun; acudió a la santa para que le concediera la gracia de no morir sin sacramentos en el incendio declarado en su vivienda, cuando humanamente no había remedio; santa Bárbara se le apareció confirmándole que no moriría hasta el día siguiente a causa de las quemaduras sufridas; pudo recibir los sacramentos. No es extraño que generaciones cristianas le pidieran protección para evitar la muerte súbita y poder prepararse al momento definitivo del «paso» con la confesión de los pecados, la comunión como Viático y la santa Unción. Quizá sea esta la razón de que algunas representaciones iconográficas cambiaran en su mano derecha la palma martirial por una custodia que lleva el Cuerpo del Señor.
Lo malo del caso es que algunos solo se acuerdan de santa Bárbara cuando truena.