San Antonio María Claret, arzobispo, fundador; Audacto, Jenaro, presbíteros; Séptimo, Fortunato, Aretas, Marcos, Poncia, Petronila, Soterico, Valentín, mártires; Proclo, Maglorio, Bernardo, Calvo, Evergislo, obispos; Felix, obispo y mártir; Martín, abad; Nicéforo, monje.
Muy cercano a nuestra época, el último confesor regio, precisamente el confesor de la reina Isabel II que bien debía necesitarlo, es uno de esos hombres especiales; quiso y supo ser fiel a sus principios y a su ministerio; no hizo política, pero la proximidad con el centro de la corte isabelina le hizo ser considerado como motor de la política nacional que no le perdonaron los políticos contrarios. Tanto que la historia y la literatura actuales aún no han sido capaces de independizarse totalmente de la ponzoña y detrito que arrojaron las calumnias sobre su persona.
Pero su vida es mucho más rica que el período madrileño.
Antonio Adiutorio Juan nació en Sallent (Barcelona) en 1807 y lo bautizaron al día siguiente. Luego añadiría el nombre de María a su nombre porque la Santísima Virgen estuvo en el comienzo, en el desarrollo y en el culmen de toda su vida. Aprendió el oficio de su padre que tenía un telar; y adquirió tal experiencia que llegaron a proponerlo como director de fábricas textiles, cuando solo había cumplido los veinte años, porque además de su conocimiento sin secretos, hablaba con soltura francés e inglés. Pero cambió el telar por los latines.
Con veintidós años se replanteó su antiguo deseo de entrega y se sentó en los bancos junto a los pequeños alumnos del seminario de Vich. El 13 de junio de 1835 se ordenó sacerdote y lo nombran párroco de Sallent. Luego va a Roma al Colegio de Propaganda Fide, pero ingresa en el noviciado de los jesuitas y regresa a España.
Pasa siete años en correrías apostólicas por el nordeste peninsular, predicando de seis a ocho horas diarias y confesando a miles de personas, siempre sin cobrar un céntimo. Adquiere fama y hay conversiones sinceras. Cuentan sus biógrafos que no le agradaba esta labor al demonio que más de una vez intentó acabar con él con desprendimiento de piedras y por fuego, pero que la Virgen velaba por él.
El éxito apostólico en el año que estuvo en Canarias en 1848 es de apoteosis, llegando a no bastar los templos para albergar a la gente que quiere oírle y tiene que hacerlo repetidas veces en las plazas públicas o a la orilla del mar.
De nuevo en la península, pone por obra su antiguo sueño de fundar algo que favorezca el apostolado misionero, en torno a la Virgen y según él lo entendía. En el seminario de Vich, reunido con siete sacerdotes, funda la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María, vulgo claretianos, el 16 de julio de 1849.
Nombrado inesperadamente arzobispo de Santiago de Cuba al mes siguiente, tienen que obligarlo para aceptar, porque lo que él pretende es asentar la nueva fundación, dotarla de los instrumentos jurídicos adecuados y continuar con la pastoral de la predicación.
En la isla caribeña continúa sus correrías apostólicas con predicaciones abundantes, llegó a culminar cuatro visitas pastorales a su diócesis, se preocupó de organizar la instrucción de sus fieles, arregló gran cantidad de matrimonios amancebados y sofocó más de una revuelta popular solo con la predicación de los principios de caridad cristiana. Pero son tiempos de levantamientos y revoluciones; al fin y al cabo él, aunque arzobispo, procede de España y están presentes intereses extranjeros. No le faltaron persecuciones, como la de Holguín, en donde le apuñalaron; pero perdonó a su agresor, lo sacó de la cárcel y aun le pagó el pasaje a su país.
La reina lo manda llamar en 1857 sin decirle el motivo. Lo nombra su confesor; solo accede con la condición doble de no estar obligado a residir en palacio y no verse impedido para su ministerio. Fueron diez años en los que alternó la presencia oficial en los actos públicos de palacio con tandas de ejercicios espirituales a todo tipo de personas, publicaciones, mucho confesonario, y respuesta personal a las más de cien cartas diarias que recibe. También saca tiempo para el hobby de un empedernido lector.
La calumnia anticlerical azuzada por los opuestos al régimen se ceba en él. Artículos de periódicos, libros escritos bajo su nombre, teatro, revistas, panfletos, hojas volanderas y hasta en las cajas de fósforos van dejando una calumnia baja y soez, sistemáticamente programada contra su persona. Toda la trama termina con el destierro de la reina Isabel II y el suyo propio.
Desde Francia se traslada a Roma al concilio Vaticano I en donde intervino como defensor firme e incondicional de la infalibilidad del Sumo Pontífice. A su regreso murió en la abadía cisterciense de Carcasona el 24 de octubre de 1870. Luego, los Misioneros trasladaron sus restos a su iglesia de Vich.
Lo canonizó el papa Pío XII el 7 de mayo de 1950. Es el primer santo del concilio Vaticano I.
Aunque fue un formidable catequista de la pluma, taumaturgo, fundador, vidente y apóstol infatigable, no se vio libre de la persecución, de la calumnia, de los atentados y del destierro. Ser fiel a Dios en el resbaladizo terreno del poder, tan discutido y frecuentemente corrupto, tiene sus riesgos.