Santos: Agustín de Cantorbery, Eutropio, Bruno, Federico, Hildeberto, obispos; Acacio, Juan, Cuadrado, Estratónico, Elías, Luciano, Zótico, Cirilo, Restituta, Alipio, Julio, Ranulfo, mártires.
Con toda razón se le llama el «apóstol de los anglosajones». En realidad llevó la fe cristiana a aquellas tierras que ya conocieron el cristianismo en el primer siglo de nuestra era. Pero, al marcharse en el siglo V las legiones romanas, aquello se fue apagando entre guerras e invasiones hasta desaparecer, porque los pocos bretones creyentes que sobrevivieron pasaron al continente y se establecieron en Francia, dando su nombre a la región norteña del país de adopción. Los que se quedaron en las islas desaparecieron, volviendo el paganismo.
En Roma está el magnífico papa Gregorio (590-604) al que la historia pega con justicia el calificativo «Magno». Este pontífice emprendedor tiene clavada la espina de la Inglaterra pagana. Vio encenderse una luz al casarse el rey Etelberto de Kent con la cristiana Berta, que es hija del rey francés merovingio y ha conseguido que su marido le permita practicar su religión. No quiso desaprovechar la coyuntura. Con sana estrategia apostólica pensó Gregorio Magno utilizar a algunos esclavos anglosajones del puerto de Marsella, formarlos en los monasterios de Roma y enviarlos luego a convertir a sus hermanos de raza; pero aquello era más de lo que podía soportar su paciencia, porque el proceso se preveía largo, lento. Así, pensando acortar distancias, fue como entra en escena Agustín.
Es prior del monasterio de San Andrés de Roma. El papa sabe que el monje benedictino es virtuoso, ardiente, de temperamento fogoso y emprendedor; lo mandó llamar y le encomendó la labor de evangelizar y convertir a las islas, acompañado de una numerosa compañía de monjes escogidos. Pero no dio resultado, porque, atravesando Francia, en Lerins, se desilusionaron aquellos cuarenta monjes con las noticias que les dieron sobre las enormes dificultades prácticas a las que había que sumar la tristemente celebérrima crueldad del pueblo anglosajón; regresaron a Roma ante la imposibilidad de la empresa.
No era fácil que el espíritu magnánimo del papa aceptara la derrota. Con su gran bondad, mezclada con energía y afecto, supo alentar la generosidad de aquellos frustrados misioneros que vuelven a reemprender el camino, ahora mejor pertrechados espiritualmente y llenos de entusiasmo. Desembarcaron en Thanet en el 597, fecha del comienzo de la evangelización.
Las crónicas describen al rey Etelberto impresionado ante la gigantesca figura física de Agustín que se le acerca, acompañado de sus monjes entre cantos y con la cruz levantada, pidiéndole con toda humildad permiso por medio de intérpretes para enseñar. No solo lo concedió, sino que, después de instruido él mismo, pudieron establecerse en Dorovernum o Cantorbery, la principal ciudad de Kent, donde los ejemplos de bondad, servicio y austeridad llevaron a la conversión del mismo rey Etelberto (el 2 de julio fue su bautismo) y de buena parte de sus magnates para la Navidad del 597.
Todo fue alegría y acción de gracias en Roma cuando llevaron la noticia el presbítero Lorenzo y el monje Pedro, enviados por Agustín. Le faltó tiempo al papa Gregorio para hacer correr las cartas a Oriente y a Occidente. Dio ordenes para organizar la naciente Iglesia. Manda consagrar obispo a Agustín, que tuvo que pasar a Arlés para que pudiera conferir órdenes sagradas y asentar la labor comenzada. Lo nombra Arzobispo y legado suyo, le manda una nueva remesa de misioneros a las que se sucederán otras más. Al regresar Lorenzo y Pedro, fueron cargados de tal cantidad de reliquias, libros, telas y utensilios para el culto que llegaron a fascinar a la gente de Kent.
A Agustín le quedaba la ingente tarea de continuar la predicación, levantar templos, edificar monasterios –el primero fue la abadía de San Pedro y San Pablo, que con el tiempo se llamará de San Agustín y será tumba para los reyes de Kent y los obispos–, ocuparse de regular la disciplina, implantar la liturgia, crear como metropolita nuevas diócesis y ocuparse de llevar a la Heptarquía la fe sembrada ya en Kent.
Cuando murió en mayo del año 605, el esfuerzo misionero había llegado ya a Rochester y a Londres, la capital del reino de Essex, donde reinaba Sebert, sobrino de Etelberto de Kent. El resto de la Heptarquía fue recibiendo la fe a lo largo del siglo VI.
¿Que de quién es el mérito, del papa Gregorio o de Agustín de Cantorbery? Seguro que entre ellos no se pelean hoy por disputarse el éxito. ¡Esas son cosas que solo pasan aquí! Aparte de que, si hay que apuntárselo a alguien, tiene necesariamente que pasar al haber del Espíritu Santo. Los demás, ya se sabe, «servi inútiles», siervos inútiles.