La aparición del Apóstol Santiago. Santos: Epitacio, Basileo, Miguel, Eufebio, Mercurial, obispos; Lucio, Quinciliano o Quinciano, Julián, Almerinda, Eufrosina, mártires; Juan Bautista de Rossi, Crispín de Viterbo, confesores; Eutiquio, Severino, Siagrio, Poncio, Florencio, monjes; Juana Artida Thouret, fundadora.
En el siglo XVIII, el jansenismo iba haciendo su labor de zapa en la Iglesia, minando los cimientos de la piedad, cuando se extendía la moda dentro del mundo católico sin que la Ciudad Eterna se quedara al margen, apareció la figura de un sacerdote que, en el silencio de su vida ordinaria, sin clamores de masas ni con éxitos elogiosos, vivió la ordinariez heroica de la caridad.
Juan Bautista Rossi nació en Voltaggio, pequeña ciudad del arzobispado de Génova, el 22 de febrero de 1698.
Los comienzos del jansenismo utilizaron el pretexto de procurar una renovación en la piedad cristiana al tiempo que afirmaba la búsqueda de nuevas formas para la Iglesia, considerada como obsoleta. El resultado fue la frecuentísima urdimbre de maniobras descaminadas que afectaron no solo al campo de la práctica religiosa, sino que llegaron a tocar principios básicos, como rebajar el poder papal con el pretexto de potenciar la autonomía de los obispos, y concediendo a los seglares ingerencias indebidas en el campo estrictamente clerical. También contribuyó a dejar reducida la formación cristiana al campo puramente individual y la vinculación a la Iglesia se redujo a la intimidad personalista, con innegable desprecio de las obras externas y de la jerarquía hasta el punto de rozar la insumisión.
Sus estudios en el Colegio Romano, donde había un ambiente claramente antijansenista, debieron de hacerle ver muy pronto por dónde iban los aires en los ambientes eclesiásticos romanos, dispuestos generalmente al relumbrón y a la pesca de los mejores y más pingües puestos.
Se ordenó sacerdote el 8 de marzo de 1721, en Roma. Comenzó su labor ministerial en el Hospicio de los pobres de Santa Galla y aquel contacto con tanto desafortunado le llevó a renovar su antiguo propósito de hacer de la caridad práctica su «supremo mandamiento», en las dos vertientes: Dios y el prójimo.
Vivió de modo ejemplar y con un prolongado comportamiento heroico, pero oculto. Sin resonancias aparatosas, sin ruidos estridentes, con toda la imponente fuerza de la caridad cristiana, visitando a los enfermos y en las casas de los pobres, en un apostolado oculto, desde que era estudiante de teología en la Minerva y no dejándolo cuando ya era canónigo.
Digo esto porque llegó a hacer voto de no tener ninguna prebenda, ni siquiera de intentar ir a por ella; cuando, a la muerte de su primo Lorenzo, aceptó su puesto, tuvo que hacerlo en contra de su voluntad y por pura obediencia. Así se le vio como canónigo de la basílica de Santa María de Cosmedín, donde asiste piadosa y rigurosamente a sus deberes corales, atiende con mucha generosidad su labor de confesonario, y la predicación en el púlpito; cuando sus deberes se terminan, dedica horas a montar catequesis para los niños pobres y la gente más sencilla.
Su caridad hizo que lo llamaran el «padre de los pobres» y el «amigo de los humildes», porque mostraba predilección por los vagos de profesión, los analfabetos, desamparados y sin techo; le conocieron los enfermos de los hospitales de infecciosos o incurables y los presos en la cárcel. Supo poner caridad en las situaciones más duras y desesperadas, haciendo de protector, consejero, amigo.
Conociendo el hospicio desde dentro, fundó un hogar similar para las mujeres sin casa y más desafortunadas de Roma. Formó también un grupo de chicos que habitualmente le acompañaban a aquel ejercicio de atención a los más menesterosos.
Vivió pobre y murió paupérrimo el 23 de mayo de 1764.
Sus restos se conservan en la iglesia de Santa Trinidad dei Pellegrini.
Lo canonizó el papa León XIII el 8 de diciembre de 1881.
Nadie se dio cuenta de que estaba conviviendo con un santo, que lo único extraordinario que hacía era cumplir bien, lleno de amor a Dios, su ministerio sacerdotal, predicando incluso cinco veces al día y prestando con la mayor sencillez del mundo un servicio espiritual; nada más. En el tiempo de Voltaire no hubo solo una ruidosa plaga de descreídos burlones; también se forjaron santos.